Solo es un jueves de octubre, de
una templada mañana y sigo el camino de hojas sobre el asfalto. Es un día
corriente que llega en el calendario inclemente, cuyas páginas pasa la vida
solo mirándote por encima. Una habitante más de esta ciudad que camina hacia el
habitáculo de la muerte, con su carro lleno de arreglos en flor.
Apenas nadie circula por el
cementerio, los operarios realizan sus labores con impecable y minuciosa
atención. Las ruedas perturban el silencio con su traqueteo insolente cruzando
la zona central, de uno de los pasillos, de panteones. Ángeles dolientes de
piedra oscurecidos por un moho insolente que, al paso de los años, se cuela en
las aristas dejando su sombra. Tumbas erigidas en la tierra que se desmoronan
por la inclemencia, que quiebran las raíces de los monumentales eucaliptos,
nichos que nadie protege, memoria que se desvanece en el implacable reloj de
arena que se consume.
Voy leyendo los grandes nombres,
los humildes e incluso imagino los que casi no están. Cruces y símbolos que
oran por alcanzar la eternidad, marcas que cuentan de la fragilidad humana. Miles
de retratos que tratan de recoger el recuerdo de quienes eran, detenidos en
alguna edad, parece que te siguen con resignación o ansía porque tú aún sigues
viva y ellos habitan en la sombra, en la tristeza, en la pérdida, en el olvido
de otros.
Un enorme receptáculo de fechas,
hechos, historias, misterios y suposiciones que permanecen dormidos, en ese
sopor de ayer obsoleto, hasta que se acerca la festividad de Todos los Santos,
día de difuntos, y por doquier se renuevan las flores marchitas y se limpian
esos hogares del desconsuelo. Todavía siguen las señoras de antes, con sus delantales
y su lista de pago, con quienes se han comprometido. Acercan la escalera a las
hileras de nichos y van localizando los encargos. Parlotean de cuando eran
muchas más, -ya echan de menos a las que faltan- y de cómo ha bajado el
trabajo. Van y vienen de la fuente con sus botellas repletas de agua, con sus
trapos y productos cuya eficacia conocen. Desmontan capillitas con pantalla de
cristal, con mil cuidados, pues el deterioro campa, cada vez más, a sus anchas
en el Camposanto. Limpian con esmero jarroncitos, figuritas, crucifijos,
portarretratos y cualquier objeto que allí encuentran. Siguen llevando el
cabello con permanente, de ese color entre pajizo y rubio impostado, resuellan
y se acomodan las gafas que resbalan por el sudor del trabajo. Llevan el trajín
con orgullo y van acordándose de los miembros, de las familias de antaño.
Antes, estos barrios eran pueblos y las gentes tenían sus apodos, o eran hijos
e hijas, sobrinos o sobrinas, nietos o nietas de… casi todos se conocían.
Mientras pasa el sofoco, mueven la cabeza con pesar de cómo ha cambiado todo:
el respeto a los finados, los arreglos de flores, las lápidas artísticas…ahora
muchas familias escatiman el pago y se exhuma, se diseñan frentes para no poner
flor, y allí quedan colocados, archivados, atrás.
En fin, tachan el que ya está hecho
y recogen sus bártulos. Pasan mientras yo he limpiado y atuso mis flores y nos
saludamos. Mantengo presente quiénes eran, tratando de hacerlos imperecederos,
pero… ¿Quién velará mañana por nuestro recuerdo?
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