…il n’en reste pas moins au monde de la veille cette
supériorité d’être, chaque matin, possible à continuer, et non chaque soir le
rêve.
Marcel Proust. A la recherche du temps
perdu, La prisonnière
«Segismundo, Segismundo… Guárdate de los sueños que no puedas recordar». Al salir por fin del laberinto de espejos, Segismundo rememoró con angustia las palabras del oráculo. Le había sido concedido el don (que ahora veía como una maldición) de soñar a voluntad, incluso el de interrumpir los sueños y proseguirlos más adelante desde el punto donde los había dejado, al igual que quien reanuda la lectura de un libro. Aunque como le ocurre al que escribe una novela, que al principio se cree amo y señor de su obra pero no tarda en descubrir que es la lógica de los acontecimientos y los personajes la que termina imponiendo su criterio, a Segismundo, del mismo modo que Edward Hyde a Henry Jekyll, los sueños habían terminado por sublevársele. También le había sido otorgada la facultad de hacer que se cumpliera lo que soñaba, pero como sucedía en la vieja historia de la pata de mono, no hay peor deseo que el que acaba cumpliéndose, pues siempre lo hace de la manera más inesperada y catastrófica. Y eso era lo que había ocurrido con la trama de sueños que día tras día había estado urdiendo durante tanto tiempo. «¿Día tras día?», se preguntó de pronto, al ver parpadear (LABYRHYTHM, LABYRHYTHM, LABYRHYTHM) el letrero luminoso del local de copas en el que había decidido emborracharse por primera vez en su vida, tomar unos tragos de alcohol —que jamás hasta entonces había probado— en celebración de su inminente divorcio. «¿Día tras día?», se repitió mientras le llegaba la voz arrastrada y cavernosa de Louis Armstrong («What a wonderful world…»), la misma que había oído al entrar en el local hacía ¿cuánto?: ¿horas?, ¿minutos?, ¿segundos? «¿Día tras día?». «¿Durante tanto tiempo?». No. En absoluto. Esos sueños que lo acosaban se regían por otro reloj, esos sueños que lo estaban persiguiendo habitaban en un tiempo propio. Para esos sueños habían transcurrido días y días, pero él estaba todavía en esa misma noche en la que había decidido celebrar su despedida de casado emborrachándose. Y sí, eso debía de ser. Estaba bajo los efectos del alcohol. No se trataba de otra cosa que de un delirio de borracho. O quizá se encontraba dentro de un sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Quizá estuviera en el interior de ese sueño fatídico que nunca podría recordar. Como fuese, sólo se le ocurría una manera de escapar, de librarse de todo de una vez por todas, de olvidar del todo y para siempre: confiando en el don que le había sido concedido y en la facultad que le había sido otorgada, se tumbó en el suelo, se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos. La última noche de su vida, Segismundo Amis decidió soñar que estaba muerto.


No hay comentarios:
Publicar un comentario