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Entrevista a Fernando García Maroto

Comparto la entrevista que me concedió el escritor madrileño Fernando García Maroto, autor de la novela Retrato robot (Vencejo ediciones). Una novela sobre la identidad y el deseo de conocer la verdad, como nos cuenta a lo largo de esta entrevista. 


P.: Empecemos por el título de su novela. Además de figurar en el interior, como título de una actividad ideada por el protagonista, intuyo que encierra más de lo que aparenta. ¿Es así?

R.: Uno de los temas de esta novela, entre otros, acaso el más importante o esa era mi intención en un principio, es la identidad: me interesa mucho el modo en que nosotros mismos nos construimos y nos percibimos, el modo en que los demás nos ven y nos valoran, y la posible adecuación o resistencia a esa imagen personal que se va formando poco a poco a partir de versiones múltiples, a veces incluso contradictorias; una imagen que no siempre es completamente real, aunque tampoco del todo falsa.

P.: El arrepentimiento, transformado en la necesidad de hallar la verdad, el nexo entre las sospechas y lo real, lo tangible se me antoja que es uno de los hilos argumentales de esta novela. ¿Nos lo comenta?

R.: Intento ―con mayor o menor fortuna según los casos, eso sí― introducir en cada una de mis historias anécdotas o referencias o temas que todos podamos identificar de manera sencilla, casi automática, y no creo que haya nada más universal que el afán por saber (como si fuera el pecado original de lo que estamos hablando; de ahí, tal vez, el sentido del arrepentimiento del que usted tan acertadamente habla), la necesidad de conocer la verdad, que en ocasiones está oculta, aunque no lo parezca o no lo creamos: por eso hay que sospechar, indagar, plantear preguntas, porque la realidad no es lo que parece, ni tampoco lo que aparece sin más en un primer momento.

P.: Tres personajes de Retrato robot tienen como apelativos el Mafioso, el Músico y el Mecánico. Que los tres tengan en común la letra eme, no creo que sea casual; acaso tampoco que la mujer del protagonista se llame Miriam, también con eme.

R.: Por supuesto que no es casual: las casualidades no existen, y menos en los libros, o no en los míos. Elegí esa letra, la M, por mi segundo apellido, y procuré que los apelativos de estos tres personajes tan importantes en la novela se adecuaran a ella. Y fíjese también que la otra mujer protagonista responde al nombre de Mónica; de este modo, tenemos la letra M y las cinco vocales. Como he dicho antes, no debemos olvidar que la literatura es además juego. Un juego que concierne sobre todo al escritor, pero al que se invita a participar, siempre, al lector.

P.: Creo que las pérdidas, ya visibles ya invisibles, no solo son uno de las motivaciones del protagonista. También en la vida real nos empujan a hacer, a salir de nuestra zona de confort. No sé si está de acuerdo con esa cita de que el ser humano llega más lejos para evitar lo que teme que para conseguir lo que quiere.

R.: Yo diría que a medias: en ocasiones, la ambición sí supera con creces a la prevención; el deseo por conseguir puede ser más fuerte que el temor a perder. Aunque supongo que esta decisión depende mucho del carácter de cada persona. En cuanto a los personajes de la novela, sí es cierto que sus fracasos y sus pérdidas condicionan su actitud, les obligan a comportarse de una forma determinada, que siempre los arrastra fatalmente a otros fracasos y más pérdidas; una cadena infinita.

P.: Rescato un pasaje de su novela porque me parece muy significativo. “Los relatos no cuentan todo, solo insinúan la verdadera historia, que es subterránea. Las novelas camuflan y mienten, lo hacen siempre, capítulo a capítulo.” ¿Ocurre también así en Retrato robot?

R.: Especialmente en Retrato robot. Hay en esta novela mucho que ocultar, mucha historia subterránea que desenterrar, capítulo a capítulo, párrafo a párrafo, hasta llegar al desenlace final. Pero no quiero anticipar acontecimientos ni tampoco que se me malinterprete: no es mi intención en absoluto engañar deliberadamente al lector, sino hacerlo partícipe del misterio, crear un estrecho vínculo literario entre nosotros.


Fernando García Maroto es Licenciado en Ciencias Matemáticas por la Universidad Complutense de Madrid García Maroto ha publicado anteriormente las novelas: La geografía de los días (2010), La distancia entre dos puntos (2011; reedición por LcLibros, 2014), Los apartados (Editorial Eutelequia, 2012), esta última galardonada con el Premio Eutelequia de Novela, en 2011, Que se enteren las raíces (Triskel Ediciones, 2015) y La carga (Malbec Ediciones, 2019). También ha publicado cuatro libros de cuentos: La vida calcada (Editorial Paroxismo, 2013), Arquitectura del miedo (UnoYCero Ediciones, 2016; reedición LcLibros, 2020), La persistencia del frío (Maclein y Parker, 2017) y Aceleración de la realidad (Maclein y Parker, 2021). Ha colaborado con sus artículos para la revista cinematográfica digital Miradas de Cine. Asimismo, forma parte de la plataforma literaria digital Escritores Complutenses 2.0. Actualmente compagina la escritura con su trabajo como profesor de enseñanza secundaria.

Daños colaterales por Andrés Amat

 


           Voluntad ello fue de los dioses que urdieron a tantos la ruina por dar que cantar a los hombres futuros.

Homero. Odisea, VIII, 579-580 (Traducción de José Manuel Pabón)

El aleteo a destiempo de una sola mariposa puede provocar una alteración irreversible en el orden del cosmos, del mismo modo que un ligero estornudo en Wall Street puede ir amplificándose a medida que recorre los husos horarios hasta convertirse en catastrófica epidemia de gripe bursátil, o que la simple caída de un clavo de herradura puede llegar a traducirse en la irreparable pérdida de un reino. Ese joven de mirada lánguida que toca la flauta travesera (de manera sublime, por cierto) en los pasillos del metro no sabía nada hasta hace poco de clavos ni de estornudos ni de mariposas. Estaba a punto de obtener una beca de una fundación privada, que le permitiría iniciar estudios de virtuosismo en uno de los más prestigiosos conservatorios de Alemania, cuando desde un despacho de Washington se dio luz verde para que los primeros misiles inteligentes empezaran a caer sobre el desierto afgano. Había superado más que sobradamente varias pruebas eliminatorias, y un día después de los primeros bombardeos tenía que pasar el último examen. La noche anterior a ese examen, mientras el telediario ofrecía las imágenes del ataque, se comunicó por Internet con su novia, una incipiente corresponsal de guerra que estaba en Islamabad buscando la gloria periodística. La había tenido al corriente del éxito en las eliminatorias, y le dijo entonces lo esperanzado que estaba de cara a la última prueba. Ella le deseó toda la suerte del mundo, y le advirtió de que no se alarmara si estaban algunos días sin poder comunicarse. Al día siguiente, interpretando de manera sublime una música que con la cabeza y el corazón dedicaba a su amada, hizo un examen de esos que no necesitan que se espere a saber el resultado; estaba indubitablemente seguro de que la beca era suya. Pocos días después, encontró en el buzón un sobre con el membrete de la fundación. No lo abrió de inmediato. Prefirió —quizá porque sabía a ciencia cierta que no la había— prolongar un poco la incertidumbre. Ya en casa, advirtió que tenía un mensaje de su novia en el correo electrónico; y la alegría de ver recuperada la comunicación con su amada le hizo demorar un poco más la apertura del sobre. El mundo se le vino encima con el peso imposible de un alud cuando leyó —el mensaje, aunque desde la dirección


de correo de ella, lo enviaba un compañero de su novia— que la imprudente (quizá por incipiente) corresponsal había cometido la locura de entrar en Afganistán justo en el apogeo de los bombardeos, y que el fuego amigo de un misil inteligente (aunque quizá un tanto lerdo), etcétera, etcétera, etcétera.

Ahora, ese joven de lánguida mirada que toca la flauta travesera en los pasillos del metro, además de regalar una música sublime a quien se tome la molestia de detenerse un momento a oírla, cuenta a quien quiera escucharle una historia que habla de clavos y de estornudos y de mariposas. Y cualquier mirada mínimamente atenta podrá descubrir que de un bolsillo de su chaqueta sobresale el extremo de un sobre que sigue sin ser abierto.



   


Entrevista a Jesús Carrascal, autor de La atardecida

Nos concedió una entrevista Jesús Carrascal Castillero (Vitoria-Gasteiz, 1962) a raíz de la publicación de su primera novela La atardecida (Adarve). 

Carrascal es aficionado a escribir desde muy joven, obtiene una mención honorífica en el premio de novela Club del Libro en Español (Naciones Unidas, Ginebra, 1984), así como otros reconocimientos literarios. Además es colaborador de diferentes publicaciones y escribe poesía, cuentos y narrativa.


P.: ¿Cómo surge la idea de escribir La atardecida? Creo que es su primera incursión en el género. Háblenos de sus veraneos en un municipio vallisoletano como germen emocional de lo que leeremos en ella 

R.: La atardecida surge de mi experiencia temprana con el mundo rural en época de infancia cuando pasé algunos veranos seguidos en un pequeño pueblecito de la provincia de Valladolid llamado Aldeayuso. El impacto tan grande que me produjo aquellas gentes, su forma de vestir, de hablar, su manera de ver la vida, de sentir la religión, sus costumbres ancestrales, produjo en mí tal impresión emocional —tendría por entonces apenas once años— que siempre deseé mostrar todo aquello, en una especie de reconocimiento a aquellas gentes, en una novela. De ahí surgió La atardecida, un pequeño homenaje a las gentes rurales de los pueblos castellanos, a la naturaleza, a los animales, a Los santos inocentes y al gran escritor Miguel Delibes

P.: Delibes, como apunta, late en las páginas ya desde la cita inicial del libro. Me sirve para preguntarle por el género naturalista en la novela actual. Quizá el lector medio, urbanita, prefiere evadir con temáticas más activas, con lo policial, el thriller o la ciencia-ficción, ¿qué opina?

R.: El género rural y naturalista que se describe en la novela pertenece a un determinado tipo de lector, de cierta edad, que siente éstos temas como suyos y los lleva en el recuerdo; el pueblo, los personajes rurales, sus costumbres..., tienes que haber vivido ese mundo y reflejarte en él para apreciar el relato de la novela. Reconozco que es un género minoritario y que hoy en día se lee más ficción y novela policíaca o thriller entre las personas más jóvenes y nacidas en otra época pero el estilo rural siempre tuvo y tiene un lector muy fiel que aprecia éste tipo de novela naturalista abanderada durante toda su existencia por el gran escritor y defensor de la naturaleza y del mundo rural Miguel Delibes. 

P.: La afición a la lectura ha de fomentarse desde edades tempranas, creo que como el amor a la naturaleza. Por ese vínculo con Valladolid y sus municipios que comparte con Delibes, quería preguntarle por la localidad de Urueña. No sé si la ha visitado. También por el papel de las lecturas en la etapas escolares.

No conozco personalmente la localidad de Urueña en Valladolid —espero hacerlo algún año—, pero por lo escuchado y leído es un referente en el aspecto literario considerada la primera Villa del Libro en España. Es muy importante fomentar la lectura a edades tempranas y que ese hábito se mantenga durante toda la vida. Leer es vivir mil historias, adentrarse en otros mundos, vestirse de infinitos personajes…, leer es, en definitiva, vivir. Y eso hay que enseñar a los más jóvenes desde edades tempranas, a vivir. 

P.: Una de las particularidades de esta novela es que además de la narración central aporta como pequeñas estrofas integradas en el texto. Hay algo de poético, de sinestésico o anafórico en esta novela, más allá de lo formal que resulta leer una novela, ¿es así?

R.: La atardecida es un libro de culto: no es un libro de entretenimiento o de intriga, no es tampoco un compendio de emociones, es decir, no es un libro al uso actual, cuando las modas lectoras nos llevan a unos géneros vinculados sobre todo al éxito editorial. Este libro se escribe y se lee al margen del tiempo y del espacio en que ahora vivimos, porque nos traslada a otras épocas y a otros lugares por medio de un género rural y naturalista presente en toda la novela. El libro pretende ser un cancionero en prosa de la vida de los pueblos. Además, creo que La atardecida es un libro clásico y al mismo tiempo experimental: clásico porque entronca con una tradición popular en la que queda representada una forma de vida ya desaparecida en su mayor parte y porque se inscribe en el modelo de otros grandes autores, y experimental porque su estructura narrativa es del todo inusual. 

El efecto que trata de provocar todo ello en el lector es el de un realismo muy directo, rural y costumbrista, tan asentado en nuestras letras hispánicas. Así lo demuestran sus descripciones, de un realismo crudo y radicalizado, incluso revestidas a veces de un cierto naturalismo, todo ello en el marco de un ambiente rural y tradicionalista en el que no se percibe el paso del tiempo. Y también ciertos personajes de la narrativa de Delibes, que renacen de sus propios textos y se encarnan en otros personajes de esta novela. Incluso La atardecida nos presenta una cierta dimensión del realismo mágico, tan propio de los ámbitos rurales ancestrales, como por ejemplo el personaje de Abilio el Andorino, que mueve los objetos con su mano semirrígida.

Me expreso de este modo ―anafóricamente, por medio de estructuras reiteradas―, porque así puede transferir al lector la esencia de lo real, de su ámbito propio: simplemente, en el campo la gente habla así. El libro entonces se nos aparece como un largo poemario, o mejor, como un cancionero, cuyos versos estarían conformados con las secuencias narrativas de un relato ancestral, tan propio de la época de Miguel Delibes... En realidad, se podría afirmar que este libro es como un cancionero en prosa ―a veces parece que está escrito en una especie de verso misterioso― en el que se narran, con cierto tono de lírica popular, unos pocos acontecimientos que curiosamente no tienen nada de excepcionales, sino que forman parte de la realidad profunda, auténtica, y por ello quizá enigmática, de la vida en los pueblos, con sus costumbres de siempre, que ahora nos asombran porque hemos perdido el contacto con la naturaleza, y también con toda la realidad de este mundo, que ahora se ha vuelto tan polarizado y extremo. Y aunque por novela entendemos ficción, nos consta que hay mucha realidad en estas historias noveladas.


P.: Le tiendo la mano a que nos hable de alguno de los personajes, por ejemplo, de Nicasita.

R.: Los personajes están basados en la realidad, en la experiencia de vivir con ellos y con sus historias aquellos veranos de la infancia. No he necesitado documentarme en ningún momento durante la obra ya que los personajes que se describen en el libro son reales y sus historias verídicas, fruto de lo que iba viendo, escuchando y lo que mi padre me contaba de aquellas gentes. Y al que tengo más aprecio es al personaje de la Niña Nicasita. La Niña Nicasita es el personaje encubierto principal de la obra. Representa una especie de viaje entre la vida y la muerte y está constantemente en todo el relato. Es como si quisiera recordar al lector la realidad existencial de éste mundo y la preparación para otro mundo futuro. Nazario, su hermano, es el actor secundario que hace que la Nicasita represente éste papel. El episodio donde la Nicasita habla a su hermano y se lo lleva con ella me parece algo lleno de una ternura infinita. Así lo describí porque así me contó mi padre que sucedió según la leyenda que se contaba en el pueblo.

P.: Por último, quería preguntarle por el lenguaje. Leemos una suerte de vocablos a lo largo de la novela poco usuales, del ámbito rural. Creo que no solo es un guiño al paisaje y paisanaje. Se me antoja que de algún modo es una reivindicación a la España mal llamada vaciada. A esa España rural a la que tan a menudo se le da la espalda salvo en los medios de comunicación con destellos como el paso de los pastores por el Paseo de la Castellana de Madrid. ¿Nos lo comenta?

R.: Siempre he tenido una preocupación intensa por el lenguaje, un cuidado casi obsesivo por la expresión: la corrección ortotipográfica, la adjetivación muy ajustada, los sintagmas tan alicatados, el despliegue de un léxico casi exótico, los términos siempre precisos, la puntuación tan intensa, incluso la sonoridad de las frases y de las secuencias narrativas a veces bastante largas, y el tono lírico del conjunto del texto que hace pensar en una evocación de un espacio lejano en el tiempo y en el espacio, acaso ya perdido. Al leer La atardecida el lector sentirá que el texto forma parte de una escritura transmitida desde el pasado. Y desde este punto de vista experimental cabe hablar de una escritura anafórica, que consiste en una reiteración sistemática de palabras y expresiones, como es típico del modo de hablar popular, convertido aquí en discurso literario. Se podría hablar de una especie de ‘resiliencia semántica’ de La atardecida, por cuanto el libro contiene multitud de vocablos del español del ámbito rural que ya en su mayoría están en desuso en el habla estándar multiurbana, lo que nos lleva a considerar la riqueza semántica de este texto y su aportación al tesoro multisecular de la literatura hispánica.

La atardecida. Jesús Carrascal. Adarve editorial.

Nota: Foto del autor cedida por él mismo.

Cuento Bu. El cazador y el fénix por Galia Gálvez Retamozo (Ghía Dantes)


                                                                          


I

En un bosque lejano, donde la bruma besaba la copa de los árboles y el sol filtraba sus rayos como hilos dorados, caminaba un cazador experimentado. Había recorrido el mundo, visto miles de paisajes y cazado cientos de criaturas. Su mirada era dura, sus manos firmes, y su instinto certero. Sabía distinguir el más mínimo sonido entre las hojas, el más sutil movimiento entre las sombras.

 

II

Un día, mientras acechaba en silencio, vio algo que nunca antes había visto. Entre la maleza apareció un ave de una belleza imposible. Su plumaje resplandecía con destellos de fuego, oro y mar, pero lo que más asombraba era la ternura que emanaba de ella.

Revoloteaba con una gracia infantil, confiada, como si el mundo entero fuera su hogar y no conociera el peligro. Se acercó al cazador con la gracia de un cachorro, curioso, sin temor. Sus ojos eran espejos de un amor desbordante, casi humano, llenos de inocencia y dulzura.

III

El cazador, por primera vez en su vida, dudó. Su mano tembló en sacar el arma. Algo dentro de él le dijo que no debía hacerlo, que esa criatura era distinta a todas las que había visto, sagrada. Pero su maña de cazador curtido, que había disparado en miles de lugares a cientos de animales, le susurró al oído: "Es solo otra presa". Y cuando el ave, ajena al peligro, se distrajo revoloteando en el campo, él le disparó.


 

IV

El estruendo del disparo calló el canto del bosque. Por un momento, todo quedó en silencio. El humo del disparo se desvaneció y el cazador corrió hacia donde el ave había estado... pero no encontró nada. Ni una pluma, ni una gota de sangre, ni un rastro del ave. El ave había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí. Entonces sintió un dolor agudo y empezó a brotarle liquido caliente de un lado. Tocó su pecho y vio una herida extraña, una quemadura rara.

 

V

Pasaron los años, y el cazador siguió su camino, disparando con desconfianza y a veces confiado a otras criaturas, pero la herida seguía allí, ardiendo con un dolor incomprensible.


VI

Un día, en una taberna junto al puerto, escuchó a unos viejos cazadores hablar. Eran hombres sabios, rudos y curtidos por el tiempo y las tempestades, que habían recorrido el mundo entero.


Entre tragos y recuerdos, comenzaron a contar sobre una criatura mítica: un ave mágica, el Fénix. Emocionados, describían al ave con tal precisión: sus ojos transparentes, su ternura infantil casi humana, su lealtad similar a la de un perro, sus lágrimas tibias que eran capaz de regenerar cualquier herida, su calor incomparable, que el cazador dijo hacia adentro "Esa era mi ave...".


 

VIII

Los viejos marinos y cazadores decían que solo verla era un regalo del universo, y que si alguna vez tenías la suerte de encontrarla, debías cuidarla y protegerla, porque esa criatura no se cazaba, se protegía y entonces esa ave se entregaba voluntariamente y le daba todo a quien demostraba ser digno.


IX

El cazador escuchó en silencio, con el corazón encogido. Supo en ese instante qué aquella era esa criatura a la que él había disparado y que desapareció. Y también supo que había cometido el peor error de su vida. La quemadura en su costado ardió con más fuerza, como si el Fénix, desde algún lugar lejano, le recordara el daño que había causado. Un dolor que no cicatrizaba, una marca que llevaba con él y que ningún bálsamo podía aliviar.

X

Y aunque nunca volvió a ver al ave, la culpa y el dolor lo acompañaron para siempre, como una herida incomprensible con la que debería vivir toda su vida.





Poema Algunas flores por Félix Molina Colomer

 

                           



Ya este es el camino y no hay retorno

sino oscuro presagio al frente. Duelen

todas las piedras que dejé a mi espalda

con cansancio de tiempo y de tropiezo.

 

Fruta que añoro son los gozos pródigos,

las horas derrochadas en volutas

de un humo que se aleja en la memoria

con el anclaje echado en algún verso

de incierta fecha de caducidad.

 

Agridulce es pensar que ya atardece,

que cuanto arrebató mi plenitud

fue valorado así,            

sin peso ni medida, a manos llenas,

mirando el porvenir desde la cima

con hambre inacabable por la rosa.

 

Pero este es el camino.

                                        Cualquier encrucijada

fue tomada con calma o al asalto

cada vez que elegir me fue posible

y por mí no lo hizo

el viento ingobernable de los días.

 

Este es el camino,

                                 y esta su noche cierta.  

Brillan sobre el oscuro mar las luces

con parpadeo hipnótico.

 

En mi mesa hallaréis algunas flores,

mientras me quede

una mañana.



 

Silencio por Ana María Rivas-Ruiz

 


Silencio.

Mi cuerpo está sumido en el silencio. Mientras se apagan las hogueras y sus rescoldos se confunden con el marengo de la niebla. La carencia de sonido se expande hacia una nada plena y confortadora. Toma el lugar de la vida que dejo atrás, que abandono, con el mayor de los placeres.

Nada.

No deseo nada, salvo preservar vivo tu recuerdo, caliente en la sangre de mis venas. Que tu latido inerte, fundido con el mío, quede sellado para siempre y forme el sentido exacto de la palabra eternidad, aunque me engañe el espejismo del desierto, ardiendo en el sol, de un mundo entero, perdido entre tinieblas.

Sola, hundiendo más el aguijón de la soledad, en la herida abierta que, como un volcán, parece adormecida, pero cuyo destino es la erupción violenta.

No envíes más tus golondrinas a tocar, con sus alas, la ventana amada, deja que permanezca entre la bruma, sin sentir, a espaldas de la primavera recién nacida y, que me quede solo con el céfiro de tu voz, por siempre y para siempre, ensimismada. Que no contemple mayor cielo que tu mirada azul, prendida entre su tierna luz, como un astro en la negrura.

Un limbo impuesto, un páramo yermo donde solté tu mano para que izaras el vuelo, lejos del infierno, de un cuerpo confinado. Amor eres libre y yo, condenada a evocarte y a extrañarte en la decrépita suma de los días.

Silencio.

El silencio cae como plomo sobre nuestro hogar, sobre las noches nubladas, sobre la luna roja oculta, sobre todo cuanto amamos y, que hoy, parece ceniza.

Nada. No deseo nada, salvo a ti.



 

 


El largo camino por Francisco Pascual

 


     Al cruzar la puerta de aquel local, desparramé la vista de izquierda a derecha para percatarme en profundidad de cómo estaba el panorama. Mis gestos eran displicentes, como desganados; tenía que demostrar una seguridad en mí mismo que estaba muy lejos de sentir.

     Me atusé el bigote y las patillas, eché para atrás el rebelde flequillo y me cubrí con pelo hasta la mitad de las orejas. Dibujé una sonrisa ladeada, a lo Bogart, mientras encendía un Bisonte con mi flamante Ronson cromado. Después de ajustarme con el dedo índice las gafas de imitación a Ray-Ban de aviador con los cristales ligeramente ahumados, muy despacio, con paso cadencioso, me dirigí al bar. Aún recuerdo el frufrú que hacían las campanas de mis pantalones mientras caminaba. Allí, secando vasos con un trapo no demasiado limpio, estaba un tipo mal encarado que, al parecer, no tenía muchas ganas de trabajar aquel domingo por la tarde. Me acodé en la barra, imitando un gesto visto muchas veces en el cine. Esperaba un ¿qué va a ser? O ¿qué te pongo? O algo parecido, pero el camarero, o lo que fuera, se limitaba a mirarme con gesto de perdonavidas mientras tamborileaba con los dedos. Noté un ligero escalofrío de nervios. Mal empezamos, me dije. Pensaba pedir un San Francisco, ya que el alcohol no me sentaba demasiado bien, pero entonces mi pretendida puesta en escena se hubiera venido abajo; ya metidos en harina, tenía que arriesgarme: la ocasión merecía algo más fuerte.

     —¡Cubalibre de ron con poco hielo! — Solté casi sin pensar, al tiempo que daba una palmada en la barra, no muy fuerte, la verdad, para confirmar mi petición.

     El tipo, sin decir ni media, me lo sirvió. Di un largo tiento para disimular y casi me atraganté. Por fortuna, enseguida llegó más gente, pidieron consumiciones y me sentí aliviado de no ser el centro de atención de aquel individuo.

     Vi a mis dos amigos a lo lejos. Nos cruzamos las miradas y nos encogimos de hombros. Comprobé que, sin duda, andábamos los tres igual de perdidos.

     El licor de garrafón, no obstante, comenzaba a hacerme efecto. Sentía una enorme euforia; en ese momento me hubiera comido el mundo y me hubiera liado a besos con todas las chicas del local. Pedí otro combinado y después, otro más. Cada vez me encontraba mejor, más animoso y valiente. En ese momento, desde el escenario, alguien anunció al grupo que actuaba esa tarde. Cambiaron las luces y los músicos arrancaron a lo grande: Comenzó a sonar Black Magic Woman, y no sé si sería el efecto del alcohol o que aquel guitarrista era realmente bueno, pero los punteos y riffs parecían ejecutados por el mismísimo Carlos Santana. Yo estaba pletórico, hasta el punto de que el camarero había comenzado a caerme bien. Sin embargo, a partir del tercer cubalibre, mis sentidos comenzaron a dimitir, y con el cuarto abandoné toda conciencia.

     Se me ha quedado en la cabeza una laguna desde esos aciagos momentos hasta que pude regresar a este valle de lágrimas en un campo adyacente a aquel lugar, vomitando lo que no está escrito y arropado por mis dos amigos que, al menos, se habían moderado con el garrafón.

     Recuerdo, no obstante, el tema que sonaba en aquellos momentos dentro del local. Era All Rigth Now, de un grupo llamado Free. Ahora todo está bien, decía la canción, pero nada lo estaba en realidad. Mis amigos habían recibido un montón de calabazas por parte del personal femenino asistente; yo ni siquiera tuve la oportunidad de optar a esos tristes galardones. Aquella nuestra primera salida del cascarón resultó desastrosa.

     Ya era casi de noche y teníamos que regresar. Yo me iba a ganar una buena bronca en cuanto mi riguroso padre viera el lamentable estado en que me encontraba. Teníamos que reconsiderar muchas cosas porque nuestra andadura no había hecho más que dar comienzo. Si algo positivo nos quedó de aquella tarde de domingo fue que a nuestros dieciséis años teníamos mucho que aprender de la vida.

     Y sí, en efecto, todas esas moralejas y reflexiones estaban muy bien, pero, de momento, nos tuvimos que ir de allí con las velas plegadas y la cara gacha; con mal cuerpo y peor conciencia. El día siguiente era lunes, y había que trabajar o estudiar.

     Al regresar a nuestros hogares más callados que otra cosa, nos imaginábamos, aunque en aquellos primeros años setenta quizá aún no éramos demasiado conscientes de ello, que a cada uno de nosotros, como cantaba Paul McCartney en aquellos tiempos, nos esperaba un largo, curvo y tortuoso camino.