Sostengo
tu mano, cuyo tacto mi cuerpo reconoce sembrado de caricias. Compañera de la
mía, cómplice y amante en la travesía feliz y extensa de los años, aunque ahora
parezcan solo un sueño.
A
través del ventanal, la luz se difumina atrapada entre opacas nubes negras. Los
relámpagos hieren el cielo, veteándolo en un concierto de breves destellos que
preceden a la tormenta. Percibimos el silbar del viento castigando a los
árboles del parque, buscando caminos entre las calles estrechas, estrellándose
contra los muros de los edificios, en un pulso, cuya soberbia reta.
La
lluvia ya baña las aceras, arrebata las hojas secas que por sus charcos
navegan, mezcladas con inmundicias, hacia las alcantarillas hondas, formando
cascadas desde oscuros canalones. El violáceo firmamento retumba poderoso,
creciendo en ecos lejanos como un vigoroso corazón que anhelase el tuyo, como
yo. El aguacero arrecia con su propio bramido de torrente caudaloso, pero
permanece ronco sin tu voz para anunciarlo, sometida a un silencio pavoroso. Ya
ha cegado el celeste de tus ojos, que se ha ido apagando
tras la primavera, encerrado y contenido en el ausente verano de una habitación
de hospital.
La
noche desea presentarse y separarte de mí en brazos de Morfeo, que a tu
cabecera acude. Como si nuestro resguardado amor fuera su afrenta.
Tu
sueño es profundo e insondable, orquestado por una respiración inquieta. Mi
mirada resbala por las líneas de tu rostro y busca fuera el resplandor de la
hierba, los brillos de las ramas del magnolio zarandeando sus flores níveas.
Siento que me voy convirtiendo en una dama etérea que atrapa el instante para
rendirlo a tus pies, para impregnarme entera del paisaje que ya no contemplas y
entregártelo en un beso, tal como te cedo mi alma entera.
Sostengo
tu mano y percibo como avanza la ausencia.