Tú también lo escuchas.
El bramido de un mar de ramas y
copas que entrechoca y se estremece. El ronco rugido que el viento arranca de
matorrales y rastrojos. El ulular que canta, zumbando a través de madrigueras,
cuevas y huecos del follaje que el paso del tiempo ha horadado. Los arañazos de
las piedras que, despeñadas, ruedan por las pendientes de los barrancos.
Es el silbado concierto que nos
conmueve.
Estamos solo nosotros. Sentados
en esta pétrea silla. Emocionados al percibir este concierto con el gorjeo de
jilgueros y gorriones. El chirrido de la urraca. El picheo airado de las
perdices que alzan el vuelo, presurosas, cuando jugando olfateas sus
escondites.
Un trinar sinfónico que
transporta el aire y que repite el eco despistando su origen.
He querido llegar al corazón de los
árboles que pueblan este rincón del bosque. El sosegado olivo, la altiva
higuera y el arraigado pino blanco. Su ajado tronco cuarteado, amenaza con
desgajarse al tacto. Reseco, estriado y caduco como nuestras capas. Capas que
perecen en nosotros sofocadas por los años.
Capas que se abandonan y caen a
los pies de las siguientes. Así, mudamos muchas cortezas.
Tú y yo, oímos silbar nuestros
nombres mezclados con muchos otros. Arrebatados de sus naturales lugares,
transportados no sabemos dónde.
Tal vez a oídos de Ártemis que
vela protectora y nos contempla, como criaturas ajenas, agazapada en los
zarzales.
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