Quisiera
tejer mi kilim con los hilos rojos, azules y dorados como los que cubren los
baúles de los errantes y desterrados. Que descansase sobre mi tumba en algún
lado. Entre la urdimbre y la trama quedarán, entrelazados, sueños y realidades
hasta que ambos se confundan, hasta parecerse a la vida de la finada, cuya
ceniza nutrirá un plantel de amapolas.
Dicen que el lugar de nacimiento marca
tu vida para siempre, pero todas y cada una de nosotras llegamos de distantes tierras
huyendo de donde nacimos. Unas por hambre, otras por incomprensión y la mayoría
por la guerra. El monstruo de la guerra crece en el conflicto como un huracán,
alimentándose de la desgracia y la muerte. Despojando a las personas de su
humanidad, arrebatándoles la justicia, consumiéndolas en un odio ciego.
Destrozando vidas y hogares que nunca volverán a serlo.
A nosotras nos encontró en el norte de
África, cuando todavía existían las fronteras y los protectorados, inmersas en los
restos de un sangrante conflicto bélico recién extinto y en la apocalíptica antesala
del que se estaba fraguando.
La Mayora cosía, en los bajos de mis
enaguas, bolsillos grandes y profundos. Todas la llamábamos así porque era el
cerebro de nuestra cuadrilla. Mientras, nos explicaba cómo íbamos a ejecutar el
plan –ella tenía experiencia porque había cruzado el estrecho muchas veces– decía
conocer a una pareja de aduaneros que se avenían al negocio.
Ninguna
conocía el verdadero nombre de las otras por salvaguarda. Solo éramos ocho
mujeres, hartas del hambre y del miedo, que nos transformábamos, sin fijar la
mirada, como turbadas por un pecado. Temblábamos mientras escondíamos en las
faltriqueras los productos de contrabando. Si no estuviéramos tan flacas podríamos
disimularlos, pero hasta la embarazada ni lo aparentaba, por eso nos rellenábamos
de enaguas y vestidos amplios. Los géneros que cruzaban las líneas eran inestimables
y podríamos intercambiarlos en la península.
La Mayora repasaba la estrategia, había
que embarcar al límite de la hora para no darles demasiado tiempo a reparar en
nosotras. Iríamos solas, mezcladas entre el pasaje, nos vigilaríamos por parejas,
por si ocurriera algún percance intentar socorrernos. El momento decisivo sería
el paso por la aduana, debíamos dirigirnos con disimulo al puesto de los
oficiales convenidos. La Mayora nos hacía repetir sus rasgos distintivos,
nosotras los susurrábamos nerviosas como una plegaria.
El estraperlo era un delito y, sin
embargo, nuestro único recurso para la supervivencia.
La noche era negra como boca de lobo. Llevábamos
un pañuelo cubriendo la cabeza y un hatillo con ropa. No debíamos llamar la
atención, cuanto más insignificantes, más invisibles. Nos seguíamos de reojo,
en la distancia, con el corazón pulsante. El barco nos pareció una mole
fantasmal. Al embarcar, por su tambaleante escalerilla, descubrimos oxidadas
heridas en los flancos, reparadas con aleaciones precarias. Zarpamos despacio,
separando su costado del guarecido muro del puerto. Cuando la costa desapareció
en la negrura de la distancia, nos distribuimos, como sombras. El pasaje
humilde no ocupaba camarotes, se repartía las sillas y rincones tratando de
abrigarse del húmedo y frío salitre.
La campana tañía lánguida como
acunando un sueño, la sirena rompía la oscuridad como un presagio. Desde la
barandilla contemplaba un mar bruno y revuelto que zarandeaba la embarcación
agitando mis temores.
Mi corazón acudía junto a los que
quedaron en casa: cuatro pequeñas almas y un hombre bueno que, a pesar de perder
una pierna en un bombardeo, seguía siendo un zapatero habilidoso que cortaba
con su chaira las suelas, conservaba la misma delicadeza en la manufactura del
calzado y remedaba con destreza, pero apenas había trabajo.
No encontraba las estrellas, como si
la bruma de nuestra transgresión desplegara un tul marengo sobre el cielo. Vislumbré
a mi compañera vomitando por la borda y me pregunté cuál sería su historia.
¿Cuál sería el secreto motivo de todas ellas?
El tiempo se eternizaba, pero al fin
rompió el alba, alumbrando un borrón de costa que crecía. Mientras descendíamos
agarradas al único recuerdo del hogar, nos confundimos con la gente. Mi
compañera, muy pálida, caminaba deprisa. En su afán, tropezó, desparramándose sus
trapos y me detuve a ayudarla. Las demás nos iban pasando de soslayo. Para
cuando procedimos, el turno del puesto de los guardias había cambiado.
Ella vacilaba y la empujé adelante. Nos
ordenaron enseñar los bártulos y sus manos se agitaban al deshacer los nudos. Retrasaba
el paso y la llevaron aparte. El aduanero revolvió mis cosas, pero pendiente de
lo que hacía su compañero, me dio paso franco. Recogí pronto, las demás ya habían
desaparecido. Mi compañera sollozaba al otro lado. Manteniendo la sangre fría,
rogué que me dejaran ayudarla, que la pobre estaba en estado. Nos contemplaban
sin un ápice de conmiseración, sabía que ese solía ser un truco muy recurrente,
pero entonces, un tumulto. Habían pillado a otra menos hábil y nos dejaron pasar.
Algunas salimos adelante, otras no. En
los anales de la historia alguien lo escribió. Ha pasado muchos años. Ahora, con
los hilos, tejo días como aquellos y muchos otros.


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