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El tejido de una vida por Ana María Rivas-Ruiz

 



Quisiera tejer mi kilim con los hilos rojos, azules y dorados como los que cubren los baúles de los errantes y desterrados. Que descansase sobre mi tumba en algún lado. Entre la urdimbre y la trama quedarán, entrelazados, sueños y realidades hasta que ambos se confundan, hasta parecerse a la vida de la finada, cuya ceniza nutrirá un plantel de amapolas.

Dicen que el lugar de nacimiento marca tu vida para siempre, pero todas y cada una de nosotras llegamos de distantes tierras huyendo de donde nacimos. Unas por hambre, otras por incomprensión y la mayoría por la guerra. El monstruo de la guerra crece en el conflicto como un huracán, alimentándose de la desgracia y la muerte. Despojando a las personas de su humanidad, arrebatándoles la justicia, consumiéndolas en un odio ciego. Destrozando vidas y hogares que nunca volverán a serlo.

A nosotras nos encontró en el norte de África, cuando todavía existían las fronteras y los protectorados, inmersas en los restos de un sangrante conflicto bélico recién extinto y en la apocalíptica antesala del que se estaba fraguando.

La Mayora cosía, en los bajos de mis enaguas, bolsillos grandes y profundos. Todas la llamábamos así porque era el cerebro de nuestra cuadrilla. Mientras, nos explicaba cómo íbamos a ejecutar el plan –ella tenía experiencia porque había cruzado el estrecho muchas veces– decía conocer a una pareja de aduaneros que se avenían al negocio.

Ninguna conocía el verdadero nombre de las otras por salvaguarda. Solo éramos ocho mujeres, hartas del hambre y del miedo, que nos transformábamos, sin fijar la mirada, como turbadas por un pecado. Temblábamos mientras escondíamos en las faltriqueras los productos de contrabando. Si no estuviéramos tan flacas podríamos disimularlos, pero hasta la embarazada ni lo aparentaba, por eso nos rellenábamos de enaguas y vestidos amplios. Los géneros que cruzaban las líneas eran inestimables y podríamos intercambiarlos en la península.

La Mayora repasaba la estrategia, había que embarcar al límite de la hora para no darles demasiado tiempo a reparar en nosotras. Iríamos solas, mezcladas entre el pasaje, nos vigilaríamos por parejas, por si ocurriera algún percance intentar socorrernos. El momento decisivo sería el paso por la aduana, debíamos dirigirnos con disimulo al puesto de los oficiales convenidos. La Mayora nos hacía repetir sus rasgos distintivos, nosotras los susurrábamos nerviosas como una plegaria.

El estraperlo era un delito y, sin embargo, nuestro único recurso para la supervivencia.

La noche era negra como boca de lobo. Llevábamos un pañuelo cubriendo la cabeza y un hatillo con ropa. No debíamos llamar la atención, cuanto más insignificantes, más invisibles. Nos seguíamos de reojo, en la distancia, con el corazón pulsante. El barco nos pareció una mole fantasmal. Al embarcar, por su tambaleante escalerilla, descubrimos oxidadas heridas en los flancos, reparadas con aleaciones precarias. Zarpamos despacio, separando su costado del guarecido muro del puerto. Cuando la costa desapareció en la negrura de la distancia, nos distribuimos, como sombras. El pasaje humilde no ocupaba camarotes, se repartía las sillas y rincones tratando de abrigarse del húmedo y frío salitre.

La campana tañía lánguida como acunando un sueño, la sirena rompía la oscuridad como un presagio. Desde la barandilla contemplaba un mar bruno y revuelto que zarandeaba la embarcación agitando mis temores.

Mi corazón acudía junto a los que quedaron en casa: cuatro pequeñas almas y un hombre bueno que, a pesar de perder una pierna en un bombardeo, seguía siendo un zapatero habilidoso que cortaba con su chaira las suelas, conservaba la misma delicadeza en la manufactura del calzado y remedaba con destreza, pero apenas había trabajo.

No encontraba las estrellas, como si la bruma de nuestra transgresión desplegara un tul marengo sobre el cielo. Vislumbré a mi compañera vomitando por la borda y me pregunté cuál sería su historia. ¿Cuál sería el secreto motivo de todas ellas?

El tiempo se eternizaba, pero al fin rompió el alba, alumbrando un borrón de costa que crecía. Mientras descendíamos agarradas al único recuerdo del hogar, nos confundimos con la gente. Mi compañera, muy pálida, caminaba deprisa. En su afán, tropezó, desparramándose sus trapos y me detuve a ayudarla. Las demás nos iban pasando de soslayo. Para cuando procedimos, el turno del puesto de los guardias había cambiado.

Ella vacilaba y la empujé adelante. Nos ordenaron enseñar los bártulos y sus manos se agitaban al deshacer los nudos. Retrasaba el paso y la llevaron aparte. El aduanero revolvió mis cosas, pero pendiente de lo que hacía su compañero, me dio paso franco. Recogí pronto, las demás ya habían desaparecido. Mi compañera sollozaba al otro lado. Manteniendo la sangre fría, rogué que me dejaran ayudarla, que la pobre estaba en estado. Nos contemplaban sin un ápice de conmiseración, sabía que ese solía ser un truco muy recurrente, pero entonces, un tumulto. Habían pillado a otra menos hábil y nos dejaron pasar.

Algunas salimos adelante, otras no. En los anales de la historia alguien lo escribió. Ha pasado muchos años. Ahora, con los hilos, tejo días como aquellos y muchos otros.

 


 

 


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