Más contenido: entrevistas, reseñas, artículos, entre otros, en La ardilla literaria ( https://laardillaliteraria.com/)

Casa con dos puertas por Andrés Amat

 


Pues todos tus caminos están preparados

Jdt 9,6

 

El hombre de la manguera es como un calco de sí mismo, esa clase de gente que parece vivir en un espejo, que al levantarse por la mañana saca siempre del armario la misma ropa, el mismo horario, los mismos gestos. Le parece bien así, no le ha ido mal en la vida, quien no hace nada diferente nunca se equivoca, etcétera. Todas las tardes de julio, por ejemplo, empieza a regar el césped del adosado a las siete y media. Primero el jardín trasero, ya totalmente en sombra porque da al sudeste y a esa hora el sol, bajando hacia el noroeste, ya ha empezado a quedar oculto por el otro lado de la casa. Sentado en un peldaño de la escalera de la terraza, pasa treinta minutos esparciendo meticulosamente sobre cada brizna de hierba el chorro pulverizado, treinta minutos envuelto en el ruido húmedo de la manguera escupiendo agua. Treinta minutos. Ni uno más ni uno menos. Justo lo necesario para que las raíces absorban, lo suficiente para que la banda de luz que todavía se dibuja en el jardín delantero vaya adelgazando. A las ocho en punto, después de echar el pestillo que asegura por dentro la cristalera de la terraza (es julio, ya se ha dicho; esposa y niños esperándole en agosto en el apartamento de la playa), atravesará la casa. En el jardín delantero la banda de luz ya será un hilo. En unos segundos, la sombra de los cipreses del seto divisorio lo habrá convertido en nada. Media hora más, y listo hasta mañana.

 

*  *  *

 

El merodeador mira el reloj obtenido hace unos días a punta de navaja, ese blanco disco de cifras romanas al que aún no ha logrado acostumbrarse y que a lo mejor por eso considera todavía como provisional, un poco como prestado, no del todo como suyo. Son casi las ocho. Oculto entre las adelfas, aguarda su ocasión. Sabe que el hombre de la manguera está solo en la casa. Lleva varios días observándolo, oyendo el ruido húmedo de la manguera con la creciente e incómoda sensación de que algo le obliga a acudir a esa cita cotidiana. Para él, tan libre de plazos y horarios, esa reiterada vigilancia y esa repetida espera son como verse metido en un espejo. Pero ya es toda una apuesta: alguna vez, el hombre de la manguera tendrá un descuido; alguna vez, olvidará echar el pestillo; alguna vez, dejará abierta la cristalera de la terraza.

 

*  *  *

 

A las ocho en punto, el hombre de la manguera atraviesa la casa. Con la cara súbitamente ensanchada por una sonrisa, el merodeador ahoga un grito de triunfo. De un salto salva la portezuela del jardín trasero, en dos zancadas sube la escalera de la terraza, con la sangre galopando en las venas se asoma por la cristalera. Al fondo, la puerta delantera abierta, el ruido húmedo como un reloj. Por delante, media hora inmensa. De repente (pero no es posible; al fondo todavía, por delante etcétera), ya en el centro del salón, el hombre de la manguera con la cara arteramente ensanchada, empuñando algo que no es una manguera, que apunta al merodeador, que hace un ruido seco cuando escupe fuego y lo deja sin tiempo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario