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Un héroe por Ana María Rivas-Ruiz

 


Con paso vacilante trae los platos a las mesas de un pequeño bar con ínfulas de restaurante. Es un local en el paseo de la playa regentado por unos socios chinos que abrieron el verano pasado y que resiste el envite tras la pandemia. Tiene una avanzadilla junto al muro, frente a la playa, a modo de terraza y algunas mesas más dentro del establecimiento, que compite con el resto exhibiendo sus vistosos carteles de tapas, bocadillos y una suerte de platos que pretenden ser europeos, además de otros tantos asiáticos. Una extraña fusión, con una oferta diferente, en la descarnada competencia de un pueblo que vive del turismo cuando llega el buen tiempo y que se vuelve casi fantasma al finalizar la temporada.

Tiene un contrato temporal y está a prueba, así que siempre siente sobre su cogote los escrutiñadores ojos oblicuos que le vigilan. Nunca pensó que acabaría en este trabajo y, bajo su atuendo negro de mesero, arrastra su penosa alma mientras sigue dibujando, en su mente, toda suerte de superhéroes que escapan de su gris mediocridad para salvar al mundo. Se siente como una sombra atrapada en su timidez, con esa pinta de adolescente regordete que no le representa. Cada mañana se atusa una maraña de cabellos rizados, tan insulsos como la expresión inescrutable de su redonda cara donde quedaron las marcas de algunos granos del acné y parpadea, tras sus empañadas gafas, imaginando que este aspecto solo es su falsa apariencia. Una identidad que esconde al tipo que realmente siente que es.

De su cuello cuelga el único objeto que le permiten llevar. De vez en cuando, un caprichoso reflejo de luz atraviesa su verdosa esfera y su brillo le convence de que, un día, su magia lo sacará de allí. Mientras va y viene, entre comensales que ni le miran, el convencimiento de esa fabulación le da fuerzas para musitar las serviciales palabras. Su amuleto, el ojo de Agamotto, collar del soberbio y vanidoso Dr. Strange, se balancea misterioso y le convierte en el máximo hechicero capaz de abrir portales transdimensionales y, con asombrosos poderes, enfrentarse a toda suerte de villanos destructores.

Las jornadas son eternas y los fines de semana, cuando no da abasto, soporta los insidiosos comentarios –sobre su pluma– de otros jóvenes que le ningunean impunemente. Cuando en la madrugada baja la persiana y recorre el paseo, casi desierto, con su arma de sabiduría contempla a otros grupos que beben en la arena de la playa o escandalizan con sus groseras conversaciones a la puerta de los garitos, cuya estridente música enmudece el sonido del mar. Se pregunta a quién de todos esos iba a salvar y si ser un héroe merece la pena, pues con la Gema del Tiempo puede ver más allá de las apariencias.

De momento, llevarlo le da fuerzas para soportar el tedio y los sueños para aspirar a algo más en su vida, el enigma donde está todo por resolver.





 

  


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