Recuerdo que aquel día yo estaba como un niño con los
zapatos nuevos. Por mi cumpleaños, un grupo de amigos me regalaron algo que, en
verdad, era novedoso y original: un robot doméstico de última generación. Pero
no poseía una inteligencia de andar por casa, ni mucho menos; este era un
superdotado, así se lo vendieron a ellos a través de una página de Internet, de
esas que aparecen y desaparecen. Yo me reía cuando me contaban con pelos y
señales todas las cosas que aquella maquinita, como yo lo llamaba, podía
hacer.
Suerte que los
robots están sujetos a las llamadas “tres leyes de la Robótica”, porque de lo
contrario, podrían hasta derrocar gobiernos, causar crisis internacionales e,
incluso, dominar el mundo si quisieran. Bueno, todo eso podrían hacerlo si
tuvieran la capacidad de pensar por sí mismos, cosa que, afortunadamente, no
ocurre. Esto me dijo, en apariencia con mucha seriedad, mi amigo Raúl, el
peor de todos, el más bromista.
Acogí el regalo
con mucho gusto. Pensé que no me podían haber obsequiado nada mejor. Ya era
hora de que a aquella panda de irresponsables indocumentados se les ocurriera
algo digno de mención. Al robot le enseñaría a hacer de todo para que me
facilitara la vida; ese y no otro tenía que ser su cometido. Iba a ser como
tener a mis órdenes un obediente servidor que me complaciera a la menor
indicación por mi parte; una extraña pero curiosa sensación.
Pero algo falló y
todo salió al revés. ¿O quizá estuvo programado por alguna mente retorcida? No
lo tengo nada claro, no me fío de ellos. Me dijo Raúl que ya no podía
encontrarse la página de Internet donde lo habían adquirido, por lo tanto, la
supuesta garantía era papel mojado y que, además, por añadidura, los regalos no
se devuelven, está muy feo hacerlo, es una falta grave de educación. El robot
era mío y yo tenía que apañármelas con él.
Me resigné porque en el fondo estaba
convencido de que podría manejar la situación. Los humanos somos superiores,
los reyes de la creación; eso se ha dicho siempre y la frase queda preciosa.
Una maquinita no podía doblegar la inteligencia de un homo sapiens,
pero, por desgracia, siempre hay excepciones a las reglas y a mí me tocó una,
porque la verdad es que muy pronto me percaté de que era cierto que el robot
era un fuera de serie, demasiado, y que tenía la suficiente habilidad y mala
uva como para interpretar a su manera las leyes de la Robótica, hasta el punto
de girarlas del revés y a su conveniencia.
El caso es que se
las ha arreglado para esclavizarme a mí, ahora soy yo su sirviente. Mientras él
se pasa las horas trasteando con el ordenador, viendo la televisión o manejando
la consola de videojuegos (donde, por cierto, cuando gana una partida de algo,
emite unos sonidos que no sé si son risas o gruñidos, pero suenan muy siniestros),
yo tengo que hacer todas las tareas de casa, como poner la lavadora, después la
secadora, planchar, pasar el aspirador, ir al supermercado, etc. Es decir,
todas las tareas que, en teoría, tenía que desempeñar él. Y aparte, claro, debo
seguir trabajando como un burro para pagar los recibos, además, sin ninguna
contrapartida.
Ha sido una
especie de sutil golpe de estado; se ha hecho con el poder dentro de mi casa casi
sin que yo me diera cuenta. Tengo clavada en el cerebro esa voz metálica,
monocorde e impersonal que me llama a cada dos por tres.
Y por si fuera poco tengo que hacerle
compañía, me obliga a jugar al ajedrez contra él y emite esos extraños sonidos
cuando me gana, que es siempre antes del cuarto movimiento, pero le encanta
machacarme. Y otro juego que le chifla es el parchís, con el que se divierte
como un gorrino haciéndome trampas, pero se enoja si se lo digo.
¿Cómo lo ha
hecho?, me pregunto una y otra vez. No lo sé. Quizá me hipnotizó, porque tiene
unos ojos muy extraños, o me echó alguna pócima extraña en la comida. No sé si
algún día me enteraré de sus métodos.
Estoy desesperado,
dudo sobre qué hacer, me domina por completo. No sé si acudir al juzgado de
Guardia, al Defensor de Pueblo o la Guardia Civil, aunque estoy seguro de que
en todos esos sitios se reirían de mí; yo también lo haría si estuviera de
humor.
Ahora les dejo,
porque antes de que comience a impacientarse, tengo que prepararle el aperitivo,
a saber: un batido de chips espolvoreado con ralladuras metálicas, y para remojarlo,
aceite refinado de motor.
Esta historia mía
es como «El cazador cazado». No hay que fiarse de los regalos de los amigos,
sobre todo de amigos como Raúl: pueden estar envenenados. Él, Raúl, que se
autodefine como mi compañero del alma, casi mi hermano, tiene más peligro que
un mono borracho con una metralleta cargada; a las pruebas me remito. Pero esta
se la guardo y se la devolveré con creces…, cuando consiga deshacerme, no sé ni
cómo, de la maldita maquinita.
—¡Ya
voy! ¡Ya voy con el aperitivo! Desde luego, vaya modales se gasta. En fin,
paciencia. Hay que ver las vueltas que da el destino. Mi mundo al revés.


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