Los
soplos desvaídos, de un caprichoso viento de poniente, zarandean las ramas de
los monumentales Ficus del jardín de Ayora. Sus copas alternan los verdores
oscuros con los dorados deslumbrados por un tibio sol de diciembre. Las ramas se
mecen cadenciosas, esparciendo las hojas perdidas con multitud de partículas
blancas y plumas. Con la mirada alzada al cielo, sigo su deslizar tornadizo,
delicado e imprevisible, mientras escucho en mi mente la banda sonora de Forrest
Gump.
Mi
paseo solitario me trajo hasta este banco templado en el sol y sombra de un
corazón fracturado que solo alberga el deseo de dejarse fluir, como ellas, por
no sabe qué consuelo ni por cuánto tiempo. Irrisorio tiempo el de esta vida,
que vuelve a sus pies, a las raíces longevas de estos gigantes sabios. Ellos me
conocen, han contemplado las etapas vitales de mi existencia, pero les son
intrascendentes e insignificantes entre tantas vidas.
En
el conjunto de magníficos ejemplares que han creado un mágico pasaje de
nervudos troncos, un poco más apartado, yace un hermano que derribó un temporal
de otoño. Tumbado en tierra, sobre un lecho de hojas secas y rastrojos, muestra
un esplendor caduco de enormes raíces que antaño se nutrieron firmes y
gallardas más de cien años. Sin embargo, hoy, es el armazón enjuto, retorcido
pero fascinante, por donde trepan los niños.
Soy
una estatua que mira, convidada de piedra que solo ve el conjunto del paisaje
desde muy lejos, desde muy profundo, sin ser nadie. Testigo de la pareja de hippies
que atraviesa la valla circundante para tocarlos, para intercambiar sus
energías: ella, rubia y nórdica, con vestido de tonos rosas y pequeñas flores,
se quita la mochila, se descalza y rebusca algunas plumas entre la hojarasca.
Él, con un sombrero picudo y pardo, cuya cinta adorna ya una larga pluma gris,
toma asiento en la raigambre. Mechones de cabellos negros caen sobre sus
hombros y en su rostro cetrino, alargado, conviven un fino bigote y una escasa
barba con perilla.
Se
detienen en silencio, absortos, cada uno en la composición inverosímil de su
propia escena. Mientras él permanece inmóvil, como un duende, percibiendo el
etéreo lenguaje de los árboles, ella revolotea como sutil mariposa entre los
arbustos, esperándole, indiferente a cualquier premura. De pronto, mis ojos
bajan desde el cielo y se posan sobre sus iris brunos que me encuentran, estática,
mimetizada en la misma ensoñación. Como espíritus elementales que siguen
senderos de búsqueda, de respuestas, de diferente vibración. Plumas, al fin y
al cabo, que creyeron ser vidas bajo control, pero que siguen al pairo del
incógnito destino.
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