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Oniria por Ana María Rivas-Ruiz

                                     

                                     

Los soplos desvaídos, de un caprichoso viento de poniente, zarandean las ramas de los monumentales Ficus del jardín de Ayora. Sus copas alternan los verdores oscuros con los dorados deslumbrados por un tibio sol de diciembre. Las ramas se mecen cadenciosas, esparciendo las hojas perdidas con multitud de partículas blancas y plumas. Con la mirada alzada al cielo, sigo su deslizar tornadizo, delicado e imprevisible, mientras escucho en mi mente la banda sonora de Forrest Gump.

Mi paseo solitario me trajo hasta este banco templado en el sol y sombra de un corazón fracturado que solo alberga el deseo de dejarse fluir, como ellas, por no sabe qué consuelo ni por cuánto tiempo. Irrisorio tiempo el de esta vida, que vuelve a sus pies, a las raíces longevas de estos gigantes sabios. Ellos me conocen, han contemplado las etapas vitales de mi existencia, pero les son intrascendentes e insignificantes entre tantas vidas.

En el conjunto de magníficos ejemplares que han creado un mágico pasaje de nervudos troncos, un poco más apartado, yace un hermano que derribó un temporal de otoño. Tumbado en tierra, sobre un lecho de hojas secas y rastrojos, muestra un esplendor caduco de enormes raíces que antaño se nutrieron firmes y gallardas más de cien años. Sin embargo, hoy, es el armazón enjuto, retorcido pero fascinante, por donde trepan los niños.

Soy una estatua que mira, convidada de piedra que solo ve el conjunto del paisaje desde muy lejos, desde muy profundo, sin ser nadie. Testigo de la pareja de hippies que atraviesa la valla circundante para tocarlos, para intercambiar sus energías: ella, rubia y nórdica, con vestido de tonos rosas y pequeñas flores, se quita la mochila, se descalza y rebusca algunas plumas entre la hojarasca. Él, con un sombrero picudo y pardo, cuya cinta adorna ya una larga pluma gris, toma asiento en la raigambre. Mechones de cabellos negros caen sobre sus hombros y en su rostro cetrino, alargado, conviven un fino bigote y una escasa barba con perilla.

Se detienen en silencio, absortos, cada uno en la composición inverosímil de su propia escena. Mientras él permanece inmóvil, como un duende, percibiendo el etéreo lenguaje de los árboles, ella revolotea como sutil mariposa entre los arbustos, esperándole, indiferente a cualquier premura. De pronto, mis ojos bajan desde el cielo y se posan sobre sus iris brunos que me encuentran, estática, mimetizada en la misma ensoñación. Como espíritus elementales que siguen senderos de búsqueda, de respuestas, de diferente vibración. Plumas, al fin y al cabo, que creyeron ser vidas bajo control, pero que siguen al pairo del incógnito destino.

                                                                          



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