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El largo camino por Francisco Pascual

 


     Al cruzar la puerta de aquel local, desparramé la vista de izquierda a derecha para percatarme en profundidad de cómo estaba el panorama. Mis gestos eran displicentes, como desganados; tenía que demostrar una seguridad en mí mismo que estaba muy lejos de sentir.

     Me atusé el bigote y las patillas, eché para atrás el rebelde flequillo y me cubrí con pelo hasta la mitad de las orejas. Dibujé una sonrisa ladeada, a lo Bogart, mientras encendía un Bisonte con mi flamante Ronson cromado. Después de ajustarme con el dedo índice las gafas de imitación a Ray-Ban de aviador con los cristales ligeramente ahumados, muy despacio, con paso cadencioso, me dirigí al bar. Aún recuerdo el frufrú que hacían las campanas de mis pantalones mientras caminaba. Allí, secando vasos con un trapo no demasiado limpio, estaba un tipo mal encarado que, al parecer, no tenía muchas ganas de trabajar aquel domingo por la tarde. Me acodé en la barra, imitando un gesto visto muchas veces en el cine. Esperaba un ¿qué va a ser? O ¿qué te pongo? O algo parecido, pero el camarero, o lo que fuera, se limitaba a mirarme con gesto de perdonavidas mientras tamborileaba con los dedos. Noté un ligero escalofrío de nervios. Mal empezamos, me dije. Pensaba pedir un San Francisco, ya que el alcohol no me sentaba demasiado bien, pero entonces mi pretendida puesta en escena se hubiera venido abajo; ya metidos en harina, tenía que arriesgarme: la ocasión merecía algo más fuerte.

     —¡Cubalibre de ron con poco hielo! — Solté casi sin pensar, al tiempo que daba una palmada en la barra, no muy fuerte, la verdad, para confirmar mi petición.

     El tipo, sin decir ni media, me lo sirvió. Di un largo tiento para disimular y casi me atraganté. Por fortuna, enseguida llegó más gente, pidieron consumiciones y me sentí aliviado de no ser el centro de atención de aquel individuo.

     Vi a mis dos amigos a lo lejos. Nos cruzamos las miradas y nos encogimos de hombros. Comprobé que, sin duda, andábamos los tres igual de perdidos.

     El licor de garrafón, no obstante, comenzaba a hacerme efecto. Sentía una enorme euforia; en ese momento me hubiera comido el mundo y me hubiera liado a besos con todas las chicas del local. Pedí otro combinado y después, otro más. Cada vez me encontraba mejor, más animoso y valiente. En ese momento, desde el escenario, alguien anunció al grupo que actuaba esa tarde. Cambiaron las luces y los músicos arrancaron a lo grande: Comenzó a sonar Black Magic Woman, y no sé si sería el efecto del alcohol o que aquel guitarrista era realmente bueno, pero los punteos y riffs parecían ejecutados por el mismísimo Carlos Santana. Yo estaba pletórico, hasta el punto de que el camarero había comenzado a caerme bien. Sin embargo, a partir del tercer cubalibre, mis sentidos comenzaron a dimitir, y con el cuarto abandoné toda conciencia.

     Se me ha quedado en la cabeza una laguna desde esos aciagos momentos hasta que pude regresar a este valle de lágrimas en un campo adyacente a aquel lugar, vomitando lo que no está escrito y arropado por mis dos amigos que, al menos, se habían moderado con el garrafón.

     Recuerdo, no obstante, el tema que sonaba en aquellos momentos dentro del local. Era All Rigth Now, de un grupo llamado Free. Ahora todo está bien, decía la canción, pero nada lo estaba en realidad. Mis amigos habían recibido un montón de calabazas por parte del personal femenino asistente; yo ni siquiera tuve la oportunidad de optar a esos tristes galardones. Aquella nuestra primera salida del cascarón resultó desastrosa.

     Ya era casi de noche y teníamos que regresar. Yo me iba a ganar una buena bronca en cuanto mi riguroso padre viera el lamentable estado en que me encontraba. Teníamos que reconsiderar muchas cosas porque nuestra andadura no había hecho más que dar comienzo. Si algo positivo nos quedó de aquella tarde de domingo fue que a nuestros dieciséis años teníamos mucho que aprender de la vida.

     Y sí, en efecto, todas esas moralejas y reflexiones estaban muy bien, pero, de momento, nos tuvimos que ir de allí con las velas plegadas y la cara gacha; con mal cuerpo y peor conciencia. El día siguiente era lunes, y había que trabajar o estudiar.

     Al regresar a nuestros hogares más callados que otra cosa, nos imaginábamos, aunque en aquellos primeros años setenta quizá aún no éramos demasiado conscientes de ello, que a cada uno de nosotros, como cantaba Paul McCartney en aquellos tiempos, nos esperaba un largo, curvo y tortuoso camino.





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