Los últimos resplandores de la tarde alcanzan vibrantes los distintos verdores de la arboleda. En su declive, el sol se hunde en un horizonte inalcanzable como una incandescente y áurea esfera. Por las praderitas del parque multitud de mirlos púberes, ávidos de vida, corretean echando hacia delante sus esbeltas figuras azabaches, entre los trinos que escapan de sus picos bergamotas. Una bandada de estridentes cacatúas esmeraldas cruza la avenida mientras las acrobáticas golondrinas regresan a sus temporeros nidos. Las palomas y gorriones ya se retiran previniendo las sombras. Muy pronto, la cercana noche de primavera acallará sus silvestres cantos cuando se enciendan las espectrales farolas y, con sus apagados ocres, impriman soledad y misterio. Dibujando, restañando sombras caprichosas y fantasmagóricas, a escuadra y cartabón, de los edificios.
Temblonas
jacarandas se desprenden de sus violáceas flores, alfombrando el aceitunado
césped, coloreando la tierra parda que se levanta polvorosa previniéndose del
ardiente estío.
Todo
esto y más se presenta ante nuestros ojos como si fuera una cotidiana ópera
orquestada. Todo simplemente sucede, sin la mano humana, sin artificios ni
historia preconcebida. Sólo acontece como la puesta en escena a la que estamos
convidados. No espera honores ni distinciones, recompensas ni gloria. En medio
de un parque urbano, como un islote de vida cuya aparente simplicidad escapa.
Y,
sin embargo, viene a prender la belleza en nuestra desesperanza. Entre calles
eternas y amenazantes ruidos. Cuando apenas respiramos los sorbos de un aire
limpio y nos condolemos de los terribles zarpazos del destino. Aprieto tu mano
en la mía mientras alzo la vista hacia el vals de las ramas y puedo
transformarme en una bailarina de la brisa que se mece en la esperanza.
Convertirme en la magnolia sedosa y virginal a salvo del dolor. Poniéndonos a resguardo
de la inclemencia y de la rendición.
Qué
sencillo bálsamo para un corazón herido, para la incertidumbre y el miedo. Si
tan sólo pudiera impregnarnos del sereno momento y trasgredir los límites que
nos estrechan, refugiándonos para siempre el uno en el otro, para que nunca
sean los últimos resplandores.
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