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La redada por Francisco Pascual

 


   Yo tendría once o doce años y recuerdo que ya fumaba. Fui bastante precoz en algunas cosas, como esta, y ojalá lo hubiera sido también en otras, porque otro gallo me habría cantado, aunque viéndolo con la perspectiva que otorga el tiempo, tampoco me puedo quejar.

   Entonces yo estudiaba (bueno, lo de estudiar es más retórico que otra cosa) en un colegio religioso, donde, curiosamente, uno de los castigos que solían imponer por mal comportamiento consistía en asistir a misa en el mismo colegio todos los sábados y domingos durante el tiempo que se estableciera. En aquellos momentos yo, dentro de mi relativa candidez, me preguntaba si no era un contrasentido que en un colegio religioso consideraran ir a misa como una penitencia, pero, no obstante, nunca se me ocurrió preguntarlo, por si acaso.

   En el colegio, aparte de cuidar de nuestra educación académica, también tenían la tarea de velar por nuestras almas pecadoras, procurando que los buenos hábitos estuvieran siempre presentes en nuestras vidas. Las malas costumbres había que erradicarlas, condenarlas, porque si moríamos en pecado mortal solo nos esperaba el fuego eterno, y en vida, como poco, una terrible ceguera si insistíamos en ciertas actividades nocturnas…

   Todo esto viene a colación por cierto incidente del que fui uno de los protagonistas. Los de mi clase (creo recordar que estábamos en segundo del bachiller anterior a la Educación General Básica) teníamos una constante rivalidad con los de la clase vecina, el otro grupo de segundo. Nos retábamos en los recreos y más de una vez salí escaldado de aquellas disputas. Un buen día, no sé quién decidió que para solventar las diferencias de una vez por todas y sin lastimarnos, lo dirimiéramos en una partida de futbolín, actividad en la que todos éramos alumnos aventajados, casi de matrícula de honor.

   El escenario del desafío estaba claro: unos recreativos cercanos al colegio. Un lugar réprobo y condenado por los frailes, un antro de perversión donde fumábamos a escondidas Celtas Cortos (tres por una peseta) y algún que otro Ducados (a peseta cada uno), donde se jugaba al billar, al ping-pong y al futbolín, y todo al ritmo de las pecaminosas canciones de la época que se podían seleccionar en la máquina de discos.

   Así quedamos emplazados con nuestros adversarios. Cada clase elegía a dos jugadores, yo fui uno de los seleccionados. Se estableció el día y la hora, como si de un duelo a pistola o florete se hubiese tratado. Se exigió también máxima discreción para que la cosa no se fuera a hacer puñetas después de tanto preparativo.

   Y llegó el gran día: era un viernes por la tarde, antes de la primera clase. Todo estaba dispuesto, los nervios a flor de piel. Nos jugábamos nada menos que la honrilla, el inmenso placer de poder mirar a los otros por encima del hombro y sin dejarlos rechistar.

   Nunca supimos si hubo un delator o si fue la Gestapo particular de los curas quien averiguó dónde y cuándo se iba a celebrar ese duelo en la cumbre. El caso es que en el momento que iba a comenzar la partida, dos frailes de cuyo nombre no quiero acordarme se presentaron en los recreativos arrasando como Atilas con sotana; jugadores y espectadores salimos de allí a pescozones. Fue una auténtica redada.

   A partir de ahí, llamadas a capítulo a los padres, castigos en casa sin oír la radio, ver la tele, quien la tenía, o comprar tebeos, y además, los tres meses que quedaban de curso, castigados todos los sábados y domingos a oír misa en el colegio. Pero no escarmentamos, faltaría más.

   No obstante, lo peor de todo es que nunca supimos quienes hubieran sido los ganadores de la partida, ya que, al curso siguiente la cohesión que había en los grupos se deshizo por diversas causas. La mía fue que mi padre me sacó del colegio en mitad del curso, justo antes de que me expulsaran. Esta circunstancia fue una bendición y un acierto, pero eso ya es otra historia…




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