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La escritura por Ana María Rivas-Ruiz



A veces, la escritura viene a mí presa de un escalofrío destemplado, convocada por espíritu desconocido, a sabiendas de que la percibo en el crepitar del día y en la laguna Estigia de la noche.

Clamándome la vida como espectro descarnado, demandando no sé qué cuentas del olvido, ocupando un corpóreo espacio. Roneando suspiros caprichosos, esbozando vida y muerte, luz y sombra, sinvivires en penumbra como posos que quedaron embozados en el ánima. Reproduciendo ecos raptados a la memoria, atisbos de otras historias en la ensoñación, en el duerme vela de las musas.

A veces, despertándome del letargo, me transporta a noches de plenilunio o a borrascosos páramos donde se embosca; retándome a encontrarla en los mil paisajes que ansío y donde fuimos una, convergiendo en un cielo infinito, penando en el purgatorio desértico de la nada, hundidas en el infernal desnudo de mi alma.

Es un compendio de voces clamorosas, como bandada de gaviotas, o un rumor apenas ininteligible, deshilachándose como bruma al alba. Acurrucándose zalamera en la vigilia o encabritándose, ahíta, en su salvaje naturaleza.

A veces, la escritura viene a mí como un presentimiento: un instante iluminado en la misteriosa vibración que resuena en mi interior, formando ondas sutiles, pero certeras que alertan mente y corazón. Erizando los sentidos y despertando la premura de aprehenderlas y depositarlas como cuerpos de grafías que, al contenerlas, rebosen derramándose sobre el universo blanco.    

¿Quién soy yo para servirle? Mis manos abiertas la acogen como el que saciarse anhela con caudal de agua cristalina, con la humildad del que aprecia un tesoro que mana, brindándose a ser sólo su lecho. 



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