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Albufera crepuscular por Ana María Rivas-Ruiz



Separó el albuferenc del costado de la tierra donde reposaba la barraca. Percheando suave pero enérgicamente, fuimos deslizándonos por el canal entre carrizales mientras el aire sacudía la parda cabellera de las cañas y las aneas mantenían firmemente hundidas sus raíces en el húmedo lodo.

El celeste del firmamento fue mitigándose mientras el sol, bajaba del cielo convertido en una esfera dorada e irradiaba un haz que, rielando, caminaba en las aguas, sobre las olas erizadas que chapoteaban contra nuestra barca.

El fulgor del astro que se retiraba, en el margen sombreado de la línea del horizonte, se expandía anaranjando la tierra lejana y, ribetes sonrosados comenzaron a esparcirse en pinceladas suaves. Un encaje delicado de vaporosas nubecillas que se tornaban del dorado al naranja y del naranja al rosa hasta un enrojecido incendio.

Guardábamos un respetuoso silencio contemplando el lienzo mágico que mutaba el día en noche, desplegando un crepúsculo colorido.


El eco lejano de las voces que llegaba desde las embarcaciones, se mezclaba con los murmullos y crujidos de la maleza. El quejido vocal y quedo de las garcillas, el siseo agudo del aletear de las bandadas de collsverts que cruzaban por encima de nuestras cabezas y, los saltos de algún pez, que rompía el agua oscura, con su cuerpo de plata. Tal vez, también con el borboteo de vida que bulle bajo el lago mientras nadan las lisas, los fartets, los samarugos, las lubinas o las anguilas.

Respiraba gozoso el ocaso, mientras me parecía entrever a Tonet y a Neleta que se extraviaban, todavía inocentes, en el bosque de la Dehesa y que, más tarde, se condenarían, irremediablemente, en su ardiente pasión entre “Cañas y Barro”.

Trataba de imaginar el pasado del inmenso lago, empequeñecido en el transcurrir del tiempo por la obstinada mano del hombre que fue sembrándolo de fértil tierra, palmo a palmo, buscando una desesperada subsistencia.

Contemplaba los redolins delimitados en el reparto de las zonas de pesca y los barquitos que se sombreaban ahora, fantasmagóricamente, contrastados con el portentoso color.

En el retorno, el cielo se mimetizaba en el reflejo espejo del agua, en la calma que procuraba el abrigo de los canales sembrados de islotes ahora sombríos. La luna apareció tímida, todavía creciente, y las estrellas comenzaron a distinguirse.

Mientras volvíamos a tierra firme, la Albufera fue quedándose en la oscuridad y, en ella dormirán por siempre todos aquellos seres que la habitan y la habitaron, tan estrechamente unidos, que ya son solo uno.

Ha caído el telón de la noche invernal, acecha ya la primavera.

 



 


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