Los
girasoles de vibrantes pétalos amarillos se encumbran a los árboles cercanos
que les hacen compañía. Se zarandean con la tenue brisa que apenas nos defiende
del canicular estío, sin abandonar la gallardía de sus tallos gruesos. Con el
porte y donaire orientados hacia el sol. Buscaron la luz radiante de la mañana
en el parque próximo a las universidades, por donde poca gente se aventura con
el mercurio ardiente.
Ya
conozco esa grácil danza que ejecutan junto al magnolio, de un lado al otro,
como canción consoladora mientras sigo dentro, muy dentro de mí. Una centinela
inmisericorde que no permite fisuras por donde aflore temor alguno y, sin
embargo, quisiera acunarme igual, sintiendo tan sólo el soplo de Céfiro.
Ellos
seguirán el curso solar, por este celeste cielo abovedado, hasta que expire y
llegue la próxima mañana, sin preguntarse por el límite de su vida. Seguirán,
ciegamente, esperando el amanecer después de la oscuridad, qué gran valor en la
simpleza. Tal vez, yo sólo deba mecerme mientras busco mi propia luz, a pesar
del peso de las cargas. Dejar la mente suspendida, aligerar su lastre y ser
sólo presente.
Todo
el amor que entregué, fue sembrado en otras vidas e ignoro el cómo y el cuándo florecerá.
El que permanece, todavía respira entre los plantíos de la esperanza. Y cada
paso, me conduce hasta el recuerdo de tu abrazo, meciéndonos juntos sin
vislumbrar el mañana, bailando los compases del ayer y el hoy.
Relumbran
pletóricos, sacudiendo sus palpitantes pétalos jaldes como señales vitales,
mientras reemprendemos el regreso bajo la arboleda en el crepúsculo. Sumidos en
el espejismo de los postreros reflejos en un jardín de maravillas y un bosque
de dorados frutos. Vislumbrando entre el follaje a las Hespérides,
ninfas del ocaso, velando por las áureas manzanas y deleitando con sus cantos
al dragón Ladón, custodio del fruto de la inmortalidad que, para
nosotros los mortales, está negado.
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