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Maya por Ana María Rivas-Ruiz

 


Qué libres son los sueños de los niños.

No distinguen obstáculos, fronteras, razas ni idiomas. Sólo se liberan, ligeros, sin el lastre de lo material para elevarse por encima de convencionalismos, sin calcular cuantías de lo imposible. Nacen inocentes de la misma fuente pura de la fantasía y se alimentan de una fe inquebrantable.

Así era uno de mis sueños, vehemente, cuando con cinco años en la pantalla de nuestro televisor me extasiaba con aquellas aventuras que dos niños llevaban a cabo, a lomos de un elefante, atravesando una India en blanco y negro.

Mi cita con el majestuoso Taj Mahal paseando en elefante, a la hora de merendar, era una certeza tan segura como respirar en la emoción que me embargaba.

La hermosa elefanta se llamaba Maya.

Yo me imaginaba subida sobre ella, vadeando sinuosos arroyos en los senderos de la selva, despejando el paso de la espesura con su descomunal y parsimonioso caminar, para transportarme hacia paisajes desconocidos, pero prodigiosamente hermosos.

Soñaba con ella, podía tocar su rugosa y dura piel, verme reflejada en sus dorados ojos e izarme sobre su lomo con aquella poderosa trompa. Sortearíamos increíbles aventuras que nos conducirían de nuevo a aquel níveo mausoleo, reluciente sobre un cielo de zafiro, entre praderas floridas de intensos colores.

Pero la “Mayà” es por definición la ilusión, el espejismo que nos embauca y nos mantiene hechizados sutilmente y, en ese embeleso, crucé una de las etapas de mi niñez.

Todavía me fascina la simplicidad de mi devoción por aquella fantasía y al rememorarla, su cálida candidez, me es deseable porque se enciende en mi interior el anhelo de su sencillez, la vibración de las historias que me conmueven.




 


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