Qué libres son
los sueños de los niños.
No distinguen
obstáculos, fronteras, razas ni idiomas. Sólo se liberan, ligeros, sin el
lastre de lo material para elevarse por encima de convencionalismos, sin
calcular cuantías de lo imposible. Nacen inocentes de la misma fuente pura de
la fantasía y se alimentan de una fe inquebrantable.
Así era uno de
mis sueños, vehemente, cuando con cinco años en la pantalla de nuestro
televisor me extasiaba con aquellas aventuras que dos niños llevaban a cabo, a
lomos de un elefante, atravesando una India en blanco y negro.
Mi cita con el
majestuoso Taj Mahal paseando en elefante, a la hora de merendar, era una
certeza tan segura como respirar en la emoción que me embargaba.
La hermosa
elefanta se llamaba Maya.
Yo me imaginaba
subida sobre ella, vadeando sinuosos arroyos en los senderos de la selva,
despejando el paso de la espesura con su descomunal y parsimonioso caminar,
para transportarme hacia paisajes desconocidos, pero prodigiosamente hermosos.
Soñaba con ella,
podía tocar su rugosa y dura piel, verme reflejada en sus dorados ojos e izarme
sobre su lomo con aquella poderosa trompa. Sortearíamos increíbles aventuras
que nos conducirían de nuevo a aquel níveo mausoleo, reluciente sobre un cielo
de zafiro, entre praderas floridas de intensos colores.
Pero la “Mayà”
es por definición la ilusión, el espejismo que nos embauca y nos mantiene
hechizados sutilmente y, en ese embeleso, crucé una de las etapas de mi niñez.
Todavía me fascina la simplicidad de mi devoción por
aquella fantasía y al rememorarla, su cálida candidez, me es deseable porque se
enciende en mi interior el anhelo de su sencillez, la vibración de las
historias que me conmueven.
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