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Ese mar por Ana María Rivas-Ruiz

 


Veteaban el cielo bandadas de inmensas nubes perladas y otras oblongas y violáceas, como cardenales, que apenas lograban cruzar algunos rayos de sol y que parecían haber sido creadas por la mano de un extasiado artista.

Un mar bronco y encrespado se arrojaba contra la escollera natural que formaban los acantilados, impulsando su blanca espuma hasta el paseo marítimo. El bramido del oleaje contra las rocas se asemejaba a un trueno profundo y una temeraria gaviota planeaba sobre el soplido del viento, mientras mi mirada hipnotizada recordaba los días ya lejanos, donde ese mismo salitre había acariciado mi rostro. Ascendía, recorriendo la costa cuyas pendientes me conducían hasta al faro y más allá, hasta la curvada playa.

Recordaba el mismo nocturno camino, en cuyas alturas habíamos contemplado emerger de las aguas la naranja esfera de la luna y podía volver a sentir como nos detuvimos ensimismados, cautivados por su embrujado influjo. Hoy, sabía que, aunque todo esto estaba para siempre en mi corazón, también era preso del ayer.  Cada recodo traía a mi memoria nuestros románticos paseos y a nuestros niños saltando en su agreste trazado, jugando como aventureros, con la mágica alma de nuestro perro Sihr. Evocaba los baños en ese mar y cómo llenábamos nuestras manos de conchas y caracolas para poder escucharlo cuando estuviéramos lejos. Cuántas veces soñábamos con soltar el lastre de nuestras dificultades y transformarnos en la familia que habitaba ese idílico faro.

Igual que el haz de luz del faro gira ahora mostrándome su claridad y luego su sombra, las estaciones y los años se han sucedido y, aunque los años hayan modificado algunos puntos de su recorrido, sigue en él la esencia que dejamos.

Mientras este cambiante día de marzo arrasa el cielo con su vendaval, me refugio en una terraza donde caliento mis manos con una taza de té y sigo los saltitos de los gorriones pardos que se aventuran, entre las mesas, a sabiendas de que los comensales –que ya no están– han podido dejar algunas migajas que picotear. Con sus cuerpecillos rechonchos y temerarios brincan en busca de alimento, en la desapacible existencia, y no quiero moverme y espantarlos, pues consuelan mi nostalgia con su inocente presencia.

Una débil lluvia repica sobre el camino con la impronta de sus gruesas gotas, tal como ellos sacuden sus plumas, para evitar el frío de la humedad, yo me embozo en el abrigo de la añoranza y emprendo el retorno cuando atardece en mi corazón.



 




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