Veteaban
el cielo bandadas de inmensas nubes perladas y otras oblongas y violáceas, como
cardenales, que apenas lograban cruzar algunos rayos de sol y que parecían
haber sido creadas por la mano de un extasiado artista.
Un
mar bronco y encrespado se arrojaba contra la escollera natural que formaban
los acantilados, impulsando su blanca espuma hasta el paseo marítimo. El
bramido del oleaje contra las rocas se asemejaba a un trueno profundo y una
temeraria gaviota planeaba sobre el soplido del viento, mientras mi mirada
hipnotizada recordaba los días ya lejanos, donde ese mismo salitre había
acariciado mi rostro. Ascendía, recorriendo la costa cuyas pendientes me
conducían hasta al faro y más allá, hasta la curvada playa.
Recordaba
el mismo nocturno camino, en cuyas alturas habíamos contemplado emerger de las
aguas la naranja esfera de la luna y podía volver a sentir como nos detuvimos
ensimismados, cautivados por su embrujado influjo. Hoy, sabía que, aunque todo
esto estaba para siempre en mi corazón, también era preso del ayer. Cada recodo traía a mi memoria nuestros
románticos paseos y a nuestros niños saltando en su agreste trazado, jugando como
aventureros, con la mágica alma de nuestro perro Sihr. Evocaba los baños en ese
mar y cómo llenábamos nuestras manos de conchas y caracolas para poder escucharlo
cuando estuviéramos lejos. Cuántas veces soñábamos con soltar el lastre de
nuestras dificultades y transformarnos en la familia que habitaba ese idílico
faro.
Igual
que el haz de luz del faro gira ahora mostrándome su claridad y luego su
sombra, las estaciones y los años se han sucedido y, aunque los años hayan modificado
algunos puntos de su recorrido, sigue en él la esencia que dejamos.
Mientras
este cambiante día de marzo arrasa el cielo con su vendaval, me refugio en una
terraza donde caliento mis manos con una taza de té y sigo los saltitos de los
gorriones pardos que se aventuran, entre las mesas, a sabiendas de que los
comensales –que ya no están– han podido dejar algunas migajas que picotear. Con
sus cuerpecillos rechonchos y temerarios brincan en busca de alimento, en la
desapacible existencia, y no quiero moverme y espantarlos, pues consuelan mi
nostalgia con su inocente presencia.
Una
débil lluvia repica sobre el camino con la impronta de sus gruesas gotas, tal
como ellos sacuden sus plumas, para evitar el frío de la humedad, yo me embozo
en el abrigo de la añoranza y emprendo el retorno cuando atardece en mi
corazón.
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