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Cuento Bu. El cazador y el fénix por Galia Gálvez Retamozo (Ghía Dantes)


                                                                          


I

En un bosque lejano, donde la bruma besaba la copa de los árboles y el sol filtraba sus rayos como hilos dorados, caminaba un cazador experimentado. Había recorrido el mundo, visto miles de paisajes y cazado cientos de criaturas. Su mirada era dura, sus manos firmes, y su instinto certero. Sabía distinguir el más mínimo sonido entre las hojas, el más sutil movimiento entre las sombras.

 

II

Un día, mientras acechaba en silencio, vio algo que nunca antes había visto. Entre la maleza apareció un ave de una belleza imposible. Su plumaje resplandecía con destellos de fuego, oro y mar, pero lo que más asombraba era la ternura que emanaba de ella.

Revoloteaba con una gracia infantil, confiada, como si el mundo entero fuera su hogar y no conociera el peligro. Se acercó al cazador con la gracia de un cachorro, curioso, sin temor. Sus ojos eran espejos de un amor desbordante, casi humano, llenos de inocencia y dulzura.

III

El cazador, por primera vez en su vida, dudó. Su mano tembló en sacar el arma. Algo dentro de él le dijo que no debía hacerlo, que esa criatura era distinta a todas las que había visto, sagrada. Pero su maña de cazador curtido, que había disparado en miles de lugares a cientos de animales, le susurró al oído: "Es solo otra presa". Y cuando el ave, ajena al peligro, se distrajo revoloteando en el campo, él le disparó.


 

IV

El estruendo del disparo calló el canto del bosque. Por un momento, todo quedó en silencio. El humo del disparo se desvaneció y el cazador corrió hacia donde el ave había estado... pero no encontró nada. Ni una pluma, ni una gota de sangre, ni un rastro del ave. El ave había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí. Entonces sintió un dolor agudo y empezó a brotarle liquido caliente de un lado. Tocó su pecho y vio una herida extraña, una quemadura rara.

 

V

Pasaron los años, y el cazador siguió su camino, disparando con desconfianza y a veces confiado a otras criaturas, pero la herida seguía allí, ardiendo con un dolor incomprensible.


VI

Un día, en una taberna junto al puerto, escuchó a unos viejos cazadores hablar. Eran hombres sabios, rudos y curtidos por el tiempo y las tempestades, que habían recorrido el mundo entero.


Entre tragos y recuerdos, comenzaron a contar sobre una criatura mítica: un ave mágica, el Fénix. Emocionados, describían al ave con tal precisión: sus ojos transparentes, su ternura infantil casi humana, su lealtad similar a la de un perro, sus lágrimas tibias que eran capaz de regenerar cualquier herida, su calor incomparable, que el cazador dijo hacia adentro "Esa era mi ave...".


 

VIII

Los viejos marinos y cazadores decían que solo verla era un regalo del universo, y que si alguna vez tenías la suerte de encontrarla, debías cuidarla y protegerla, porque esa criatura no se cazaba, se protegía y entonces esa ave se entregaba voluntariamente y le daba todo a quien demostraba ser digno.


IX

El cazador escuchó en silencio, con el corazón encogido. Supo en ese instante qué aquella era esa criatura a la que él había disparado y que desapareció. Y también supo que había cometido el peor error de su vida. La quemadura en su costado ardió con más fuerza, como si el Fénix, desde algún lugar lejano, le recordara el daño que había causado. Un dolor que no cicatrizaba, una marca que llevaba con él y que ningún bálsamo podía aliviar.

X

Y aunque nunca volvió a ver al ave, la culpa y el dolor lo acompañaron para siempre, como una herida incomprensible con la que debería vivir toda su vida.





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