Voluntad ello fue de los dioses que urdieron a tantos la ruina por dar que cantar a los hombres futuros.
Homero. Odisea, VIII, 579-580 (Traducción de José Manuel Pabón)
El aleteo a destiempo de una sola mariposa puede provocar una alteración irreversible en el orden del cosmos, del mismo modo que un ligero estornudo en Wall Street puede ir amplificándose a medida que recorre los husos horarios hasta convertirse en catastrófica epidemia de gripe bursátil, o que la simple caída de un clavo de herradura puede llegar a traducirse en la irreparable pérdida de un reino. Ese joven de mirada lánguida que toca la flauta travesera (de manera sublime, por cierto) en los pasillos del metro no sabía nada hasta hace poco de clavos ni de estornudos ni de mariposas. Estaba a punto de obtener una beca de una fundación privada, que le permitiría iniciar estudios de virtuosismo en uno de los más prestigiosos conservatorios de Alemania, cuando desde un despacho de Washington se dio luz verde para que los primeros misiles inteligentes empezaran a caer sobre el desierto afgano. Había superado más que sobradamente varias pruebas eliminatorias, y un día después de los primeros bombardeos tenía que pasar el último examen. La noche anterior a ese examen, mientras el telediario ofrecía las imágenes del ataque, se comunicó por Internet con su novia, una incipiente corresponsal de guerra que estaba en Islamabad buscando la gloria periodística. La había tenido al corriente del éxito en las eliminatorias, y le dijo entonces lo esperanzado que estaba de cara a la última prueba. Ella le deseó toda la suerte del mundo, y le advirtió de que no se alarmara si estaban algunos días sin poder comunicarse. Al día siguiente, interpretando de manera sublime una música que con la cabeza y el corazón dedicaba a su amada, hizo un examen de esos que no necesitan que se espere a saber el resultado; estaba indubitablemente seguro de que la beca era suya. Pocos días después, encontró en el buzón un sobre con el membrete de la fundación. No lo abrió de inmediato. Prefirió —quizá porque sabía a ciencia cierta que no la había— prolongar un poco la incertidumbre. Ya en casa, advirtió que tenía un mensaje de su novia en el correo electrónico; y la alegría de ver recuperada la comunicación con su amada le hizo demorar un poco más la apertura del sobre. El mundo se le vino encima con el peso imposible de un alud cuando leyó —el mensaje, aunque desde la dirección
de correo de ella, lo enviaba un compañero de su novia— que la imprudente (quizá por incipiente) corresponsal había cometido la locura de entrar en Afganistán justo en el apogeo de los bombardeos, y que el fuego amigo de un misil inteligente (aunque quizá un tanto lerdo), etcétera, etcétera, etcétera.
Ahora, ese joven de lánguida mirada que toca la flauta travesera en los pasillos del metro, además de regalar una música sublime a quien se tome la molestia de detenerse un momento a oírla, cuenta a quien quiera escucharle una historia que habla de clavos y de estornudos y de mariposas. Y cualquier mirada mínimamente atenta podrá descubrir que de un bolsillo de su chaqueta sobresale el extremo de un sobre que sigue sin ser abierto.
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