De
repente, un frente nebuloso gris cubrió el atardecer. Fue apoderándose del
cielo, hasta donde alcanzaba la vista, con su tono ceniciento y melancólico. Ya
no sobrevolaban las humildes palomas el tejado de la escuela, ni cruzaban las
soberbias gaviotas planeando desde el cercano mar. Las sombras se fueron
extendiendo, silenciando a todas las aves que habitan el parque central de la
avenida. Se iluminaron, muy tenues, las farolas y se fueron encendiendo las
luces de los pisos, en los edificios colindantes, acentuando la existencia real
de quienes los habitan, como sombras de teatro chino.
En
esta noche de abril, que parece haber llegado sin anunciarse, escondida entre
los días de Semana Santa, los barrios marítimos reponen sus fuerzas para
coronar, con sus timbales y trompetas, las últimas procesiones. Saldrán, de
nuevo, las cofradías con sus engalanados tronos, sus Cristos y Dolorosas en
procesión de penitentes encapuchados. Conmemorarán la Pasión y Muerte de
Jesucristo, en sentidos actos. Llevarán estos Cristos, a la orilla del mar,
para ofrecer oración por los marineros que en él perecieron, depositarán sobre
sus olas, con la representación de la Madre Dolorosa, una ofrenda de flores en
su memoria.
El
dolor y la tristeza pasarán al alba del tercer día, cuando la Resurrección
resuene con alegría por sus calles, iluminen la noche los fuegos artificiales y
de los balcones se arroje el agua y la loza, en un ritual que trasmuta el mal
por el bien y donde es vencida la oscuridad por la luz.
En
esta noche de abril, una promesa parece renovarse y, sin embargo, todo parece
seguir igual, toda la avenida de edificios muestra los cuadraditos iluminados
donde habitamos como palpitantes llamitas de velas. Empequeñecidos y contenidos,
en nuestras cajitas de cartón, engañados por su sensación de seguridad. Donde
cada cual planifica y sueña su vida, imaginando su exitosa consecución, no
sospechando lo frágil y voluble que puede tornarse.
Noche
donde, sabiendo nuestra pequeñez, podamos tender una fe hacia el infinito y
hacia el interior de nosotros mismos. Alimentar una ilusionante esperanza que
nos cobije de lo incierto y del temor, que diluya el dolor hasta su
inexistencia y sea consuelo inagotable.
En
esta noche de abril, donde la lucidez me muestra la enormidad de lo que no sé, sólo
soy un alma de mujer, entre miles más, que siente el vértigo de lo inabarcable,
que sigue en el curso del cielo como, de repente, ha anochecido.
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