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El poso por Francisco Pascual

 

   Aquel día de Navidad, en la pesada sobremesa, después de la sustanciosa comida preparada por mi madre y generosamente regada por excelentes caldos, el tío Julián, repantigado en la silla con su prominente panzón, calva reluciente, nariz coloradota y enormes mostachos de brigadier, se disponía, como siempre en las celebraciones familiares, a glosarnos alguna de sus batallitas. Recuerdo que sonreí en un intento de que los ojos no se me cerraran de sopor, porque, fuera la que fuese, la historia que estaba a punto de contar el tío Julián me la sabía de memoria de tantas veces haberla oído.

   Acababa de tomar una taza de café para ver si conseguía mantener el tipo sin dar cabezadas. Era increíble cómo me había entrado ese vino blanco fresco, en su punto, y el tinto y el cava, y…, bueno, dejémoslo.

   Debo decir antes que nada que nunca he creído en esoterismos, visionarios o pitonisas, aunque después de aquello, ya no sé qué pensar.

   Sin duda, tuvo que ser el efecto de los abundantes vapores alcohólicos, unido a la machacona salmodia que desde hacía un rato recitaba el tío Julián, lo que me indujo, casi obligó, a bajar la vista y, no sé por qué razón, a fijarme en el poso casi seco que el café había dejado en el fondo de la taza.

   Seguramente, hice algún gesto extraño, porque la tía Paquita me miró con los ojos muy abiertos, como si me estuviera preguntado «¿qué te pasa?, ¿estás bien?» Me limité a sonreír para tranquilizarla, pero es que lo que acababa de ver…, ¡era increíble! A pesar de que la imagen no estaba demasiado clara, ni yo tampoco, dicho sea de paso, parecía que el poso del café había dibujado un coche deportivo, o quizá era…, un todoterreno, y de mi marca preferida. ¿Casualidad? ¡Qué cosas! Es que veía la carrocería, las anchas ruedas, los dos tubos de escape, el logotipo de la marca. No podía creerlo. ¿Anuncio? ¿Premonición? ¿Era posible estar oyendo incluso el ronroneo del motor? ¡Qué delicia! Eso sí que era difícil, pero lo oía, estoy seguro. Bueno…, casi seguro.

   Pero lo mejor fue que, de repente, de uno de los lados de la taza surgió una figura femenina realmente monumental. Y se parecía a alguien, o me recordaba a alguien o a algo. La muchacha me mostraba una hermosa sonrisa y yo no sé qué cara compuse que me di cuenta de que la tía Paquita y mi madre no me quitaban ojo. Mi madre movía la cabeza con un signo de desaprobación. Seguro que estaba pensando…, «es que este hijo mío, si sabe que no le sienta bien y que siempre que bebe se pone tonto, no sé por qué no ha parado después de dos copitas».

   Si era así, a mi madre no le faltaba razón, aunque yo, de repente, me encontraba la mar de lúcido, como hacía tiempo que no estaba. Desde luego, me era imposible apartar la vista del fondo de la taza. El poso se movía al ritmo de los cadenciosos andares de la chica. ¿Quién era? Me quedé estupefacto al percatarme de que tenía algo de cada una de mis antiguas novias, quizá por eso me parecía tan maravillosa.

   De pronto, unas risotadas me devolvieron a la realidad. El tío Julián acababa de contar un chiste de los suyos o alguna anécdota de su agitada juventud. Yo alcé la vista y sonreí un poco estúpidamente, para no desentonar. Pero cuando de nuevo bajé los ojos a la taza para continuar mi contemplación, vi espantado un océano azabache. Mi madre me acababa de rellenar la taza de café hasta el borde mientras me miraba con un gesto admonitorio.

   Yo estaba espantado, todo había desaparecido. Recuerdo que comencé a hiperventilar mientras veía aquel líquido negro que daba vueltas y vueltas después de haber soterrado la maravillosa visión. Aguanté la sobremesa un rato más, hasta que decidí marcharme; deseaba que el aire fresco me diera en la cara y me despejara la cabeza.

   De esto hace cinco años. Debo decir que acabé comprándome el todoterreno de la marca que vi en los posos del café, también que he conocido a unas cuantas chicas más, pero a aquella…, a la muchacha que vi en el fondo de la taza…, aún la busco.




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