Aquel día de
Navidad, en la pesada sobremesa, después de la sustanciosa comida preparada por
mi madre y generosamente regada por excelentes caldos, el tío Julián,
repantigado en la silla con su prominente panzón, calva reluciente, nariz
coloradota y enormes mostachos de brigadier, se disponía, como siempre en las
celebraciones familiares, a glosarnos alguna de sus batallitas. Recuerdo que
sonreí en un intento de que los ojos no se me cerraran de sopor, porque, fuera
la que fuese, la historia que estaba a punto de contar el tío Julián me la
sabía de memoria de tantas veces haberla oído.
Acababa de tomar
una taza de café para ver si conseguía mantener el tipo sin dar cabezadas. Era
increíble cómo me había entrado ese vino blanco fresco, en su punto, y el tinto
y el cava, y…, bueno, dejémoslo.
Debo decir antes
que nada que nunca he creído en esoterismos, visionarios o pitonisas, aunque
después de aquello, ya no sé qué pensar.
Sin duda, tuvo que
ser el efecto de los abundantes vapores alcohólicos, unido a la machacona
salmodia que desde hacía un rato recitaba el tío Julián, lo que me indujo, casi
obligó, a bajar la vista y, no sé por qué razón, a fijarme en el poso casi seco
que el café había dejado en el fondo de la taza.
Seguramente, hice
algún gesto extraño, porque la tía Paquita me miró con los ojos muy abiertos,
como si me estuviera preguntado «¿qué te pasa?, ¿estás bien?» Me limité
a sonreír para tranquilizarla, pero es que lo que acababa de ver…, ¡era
increíble! A pesar de que la imagen no estaba demasiado clara, ni yo tampoco,
dicho sea de paso, parecía que el poso del café había dibujado un coche
deportivo, o quizá era…, un todoterreno, y de mi marca preferida. ¿Casualidad?
¡Qué cosas! Es que veía la carrocería, las anchas ruedas, los dos tubos de
escape, el logotipo de la marca. No podía creerlo. ¿Anuncio? ¿Premonición? ¿Era
posible estar oyendo incluso el ronroneo del motor? ¡Qué delicia! Eso sí que
era difícil, pero lo oía, estoy seguro. Bueno…, casi seguro.
Pero lo mejor fue
que, de repente, de uno de los lados de la taza surgió una figura femenina
realmente monumental. Y se parecía a alguien, o me recordaba a alguien o a
algo. La muchacha me mostraba una hermosa sonrisa y yo no sé qué cara compuse
que me di cuenta de que la tía Paquita y mi madre no me quitaban ojo. Mi madre
movía la cabeza con un signo de desaprobación. Seguro que estaba pensando…, «es
que este hijo mío, si sabe que no le sienta bien y que siempre que bebe se pone
tonto, no sé por qué no ha parado después de dos copitas».
Si era así,
a mi madre no le faltaba razón, aunque yo, de repente, me encontraba la mar de
lúcido, como hacía tiempo que no estaba. Desde luego, me era imposible apartar
la vista del fondo de la taza. El poso se movía al ritmo de los cadenciosos
andares de la chica. ¿Quién era? Me quedé estupefacto al percatarme de que tenía
algo de cada una de mis antiguas novias, quizá por eso me parecía tan
maravillosa.
De pronto, unas
risotadas me devolvieron a la realidad. El tío Julián acababa de contar un
chiste de los suyos o alguna anécdota de su agitada juventud. Yo alcé la vista
y sonreí un poco estúpidamente, para no desentonar. Pero cuando de nuevo bajé
los ojos a la taza para continuar mi contemplación, vi espantado un océano azabache.
Mi madre me acababa de rellenar la taza de café hasta el borde mientras me
miraba con un gesto admonitorio.
Yo estaba
espantado, todo había desaparecido. Recuerdo que comencé a hiperventilar mientras
veía aquel líquido negro que daba vueltas y vueltas después de haber soterrado
la maravillosa visión. Aguanté la sobremesa un rato más, hasta que decidí
marcharme; deseaba que el aire fresco me diera en la cara y me despejara la cabeza.
De esto hace cinco
años. Debo decir que acabé comprándome el todoterreno de la marca que vi en los
posos del café, también que he conocido a unas cuantas chicas más, pero a
aquella…, a la muchacha que vi en el fondo de la taza…, aún la busco.


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