Del orificio de bala en la frente de la mujer tendida en la cama brota un
reguero de sangre que tras un corto serpenteo por la colcha se descuelga hasta
el suelo. Allí avanza hasta la puerta del dormitorio y sale del mismo pasando
ante un niño y una niña abrazados en la entrada de la habitación, dos niños que
paralizados menos por el horror que por la incredulidad y la incomprensión (aún
no llegan a creer lo que ha ocurrido ni alcanzan aún a comprender el motivo de
esa sinrazón) miran temblorosos hacia el interior, aunque todavía sin llanto ni
gritos ni lágrimas (todo eso vendrá poco después). El reguero de sangre
desciende por la escalera hasta el piso bajo, atraviesa el salón, la cocina, el
saloncito que hace las veces de recibidor y sale a la calle por el jardincillo
delantero de la casa. Sortea rodeándolo un grupo de vecinos que han acudido
alarmados por la detonación (unos vecinos que pronto declararán a la televisión
que aún no llegan a creer, no alcanzan aún a entender, quién hubiera podido
imaginarlo, parecían llevarse tan bien los dos, él parecía tan buena persona…)
y dobla a la derecha para seguir calle abajo en persecución del hombre que
escapa corriendo a lo lejos. Sin perder nunca de vista al hombre que huye, casi
pisándole los talones siempre, el reguero de sangre discurre por varias calles
hasta entrar en un parque. Allí da alcance por fin al fugitivo. Allí, tras un
corto serpenteo por la hierba, trepa por su cabeza. Y allí, finalmente, se
detiene: en el orificio de bala en la sien derecha del hombre tendido al pie de
un árbol, del fugitivo que yace manteniendo en la mano crispada un revólver con
el cañón aún repetidamente caliente, un revólver con el cañón todavía
doblemente humeante.


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