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Unidos hasta en la muerte por Andrés Amat

 


Del orificio de bala en la frente de la mujer tendida en la cama brota un reguero de sangre que tras un corto serpenteo por la colcha se descuelga hasta el suelo. Allí avanza hasta la puerta del dormitorio y sale del mismo pasando ante un niño y una niña abrazados en la entrada de la habitación, dos niños que paralizados menos por el horror que por la incredulidad y la incomprensión (aún no llegan a creer lo que ha ocurrido ni alcanzan aún a comprender el motivo de esa sinrazón) miran temblorosos hacia el interior, aunque todavía sin llanto ni gritos ni lágrimas (todo eso vendrá poco después). El reguero de sangre desciende por la escalera hasta el piso bajo, atraviesa el salón, la cocina, el saloncito que hace las veces de recibidor y sale a la calle por el jardincillo delantero de la casa. Sortea rodeándolo un grupo de vecinos que han acudido alarmados por la detonación (unos vecinos que pronto declararán a la televisión que aún no llegan a creer, no alcanzan aún a entender, quién hubiera podido imaginarlo, parecían llevarse tan bien los dos, él parecía tan buena persona…) y dobla a la derecha para seguir calle abajo en persecución del hombre que escapa corriendo a lo lejos. Sin perder nunca de vista al hombre que huye, casi pisándole los talones siempre, el reguero de sangre discurre por varias calles hasta entrar en un parque. Allí da alcance por fin al fugitivo. Allí, tras un corto serpenteo por la hierba, trepa por su cabeza. Y allí, finalmente, se detiene: en el orificio de bala en la sien derecha del hombre tendido al pie de un árbol, del fugitivo que yace manteniendo en la mano crispada un revólver con el cañón aún repetidamente caliente, un revólver con el cañón todavía doblemente humeante.






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