Quiero
cerrar los ojos mientras el sol declina por el oeste y su fulgor rojizo
enciende el cielo, apoteósico. Quiero seguir la dulce luz que penetra suave
como caricia en las estancias e ilumina con su foco, cada rincón de nuestra
casa. Soñar que seguimos aquí, de alguna forma, tal como éramos entonces, tal y
como fuimos y seremos siempre.
Continuar
sumida en esos instantes donde parece percibirse la sutil frontera de lo
imposible, de lo intangible, de lo imaginable, de lo esperable y quebrar los
límites que nos separan. Dejar fluir al silencio que se expande, en suspenso,
flotando sobre la energía residual que el tiempo ha dejado impresa como huellas
dactilares inequívocas y únicas.
Todo
habita dentro y fuera de mí como un portentoso cosmos que es, a la vez, el todo
y la nada. Un mar de opuestos que se aman desde lo remoto. Certeza de que este
Amor perdura.
Días
de viento se anuncian, balanceando el carillón de la terraza, donde un pájaro
azul sacude sus alas mientras suenan sus tubos como campanillas y espantan al
espectro de la tristeza.
Nadie
quiere al fantasma triste. Hay premura por olvidar que siquiera existe cuando
todos andan persiguiendo la felicidad, atrapando burbujas de momentos y
convidándolos, a la fuerza, mientras se siguen escurriendo de entre las manos.
No se permite mirarle a la cara y reconocerse en ese rostro, solo se publican
las instantáneas de momentos jubilosos y triunfantes, aunque sean el artificio
falso de un consumo vertiginoso que siempre tiene hambre de más.
Quiero
abrazar la debilidad que también me honra, plácida y serena. Admitir que ese
paisaje también esperaba mis ojos para ser contemplado, justo ahora, cuando
acontece. Ser espectadora de quien fui, de quien soy y apreciar mis propios
colores que, tal vez, luzcan mañana.


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