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El deseo por Ana María Rivas-Ruiz

 

Quiero cerrar los ojos mientras el sol declina por el oeste y su fulgor rojizo enciende el cielo, apoteósico. Quiero seguir la dulce luz que penetra suave como caricia en las estancias e ilumina con su foco, cada rincón de nuestra casa. Soñar que seguimos aquí, de alguna forma, tal como éramos entonces, tal y como fuimos y seremos siempre.

Continuar sumida en esos instantes donde parece percibirse la sutil frontera de lo imposible, de lo intangible, de lo imaginable, de lo esperable y quebrar los límites que nos separan. Dejar fluir al silencio que se expande, en suspenso, flotando sobre la energía residual que el tiempo ha dejado impresa como huellas dactilares inequívocas y únicas.

Todo habita dentro y fuera de mí como un portentoso cosmos que es, a la vez, el todo y la nada. Un mar de opuestos que se aman desde lo remoto. Certeza de que este Amor perdura.

Días de viento se anuncian, balanceando el carillón de la terraza, donde un pájaro azul sacude sus alas mientras suenan sus tubos como campanillas y espantan al espectro de la tristeza.

Nadie quiere al fantasma triste. Hay premura por olvidar que siquiera existe cuando todos andan persiguiendo la felicidad, atrapando burbujas de momentos y convidándolos, a la fuerza, mientras se siguen escurriendo de entre las manos. No se permite mirarle a la cara y reconocerse en ese rostro, solo se publican las instantáneas de momentos jubilosos y triunfantes, aunque sean el artificio falso de un consumo vertiginoso que siempre tiene hambre de más.

Quiero abrazar la debilidad que también me honra, plácida y serena. Admitir que ese paisaje también esperaba mis ojos para ser contemplado, justo ahora, cuando acontece. Ser espectadora de quien fui, de quien soy y apreciar mis propios colores que, tal vez, luzcan mañana.



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