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Sueños paralelos por Andrés Amat

 

El hombre del maletín encontró los ojos por accidente, cuando apretujado en el ascensor estiraba el cuello para ajustarse el nudo de la corbata. Detrás de dos secretarias, una joven más alta, a la que veía por primera vez, echaba hacia atrás un fleco de pelo ondulado que le caía sobre la frente. Hubo un fogonazo de reconocimiento, como en una cita entre desconocidos que acudieran con la misma flor.

Salieron del ascensor en la misma planta, ficharon en el mismo reloj, se alejaron por corredores distintos. El hombre del maletín trató de apagar el fogonazo con cuatro frases: él tenía su vida; ella tendría la suya; ella tendría unos veinte años; él tenía el doble. Pero, a modo de rescoldo, le quedó la duda de si eran verdes esos ojos o si esos ojos eran grises.

Esa misma noche empezó a soñar con el puente. Noche tras noche encontraba un mismo puente que no podía cruzar, como si el puente fuera la tortuga y él fuese Aquiles. Algo se interponía antes de que alcanzara el otro lado, algo caliginoso que lo despertaba bruscamente y lo mantenía despierto preguntándose si grises o verdes.

Mientras tanto, continuaron encontrándose en el ascensor rodeados de secretarias. Los dos como un reloj. Los dos, nudo ajustado y fleco en su sitio. El hombre del maletín tratando de sofocar lo que ya iba siendo incendio, queriendo no esperar algo inesperado que no sabía dónde esperar.

Una noche soñó por fin que cruzaba el puente. Eso lo despertó más bruscamente que de costumbre y lo mantuvo despierto tratando de salvar un bosque arrasado por las llamas, buscando refugio en cuatro frases, creyendo haberlo encontrado al decirse que los sueños no tienen por qué cumplirse si no se los quiere cumplir.

Se levantó mucho antes de que sonara el despertador (oyó un somnoliento reproche de su mujer por haberla despertado con aquellos ruidos). Había decidido finalmente huir del sueño, del puente, del incendio. Y para ello nada mejor que llegar a la oficina con más de media hora de adelanto.

Pero había alguien más frente al ascensor vacío. Alguien que también habría decidido huir, que estaría viendo también el ascensor como un puente, que estaría pensando también en lo que por fin habría que decirse.

Porque algo habría que decirse. Si eran verdes o grises, por ejemplo. Grises o verdes.




El poso por Francisco Pascual

 

   Aquel día de Navidad, en la pesada sobremesa, después de la sustanciosa comida preparada por mi madre y generosamente regada por excelentes caldos, el tío Julián, repantigado en la silla con su prominente panzón, calva reluciente, nariz coloradota y enormes mostachos de brigadier, se disponía, como siempre en las celebraciones familiares, a glosarnos alguna de sus batallitas. Recuerdo que sonreí en un intento de que los ojos no se me cerraran de sopor, porque, fuera la que fuese, la historia que estaba a punto de contar el tío Julián me la sabía de memoria de tantas veces haberla oído.

   Acababa de tomar una taza de café para ver si conseguía mantener el tipo sin dar cabezadas. Era increíble cómo me había entrado ese vino blanco fresco, en su punto, y el tinto y el cava, y…, bueno, dejémoslo.

   Debo decir antes que nada que nunca he creído en esoterismos, visionarios o pitonisas, aunque después de aquello, ya no sé qué pensar.

   Sin duda, tuvo que ser el efecto de los abundantes vapores alcohólicos, unido a la machacona salmodia que desde hacía un rato recitaba el tío Julián, lo que me indujo, casi obligó, a bajar la vista y, no sé por qué razón, a fijarme en el poso casi seco que el café había dejado en el fondo de la taza.

   Seguramente, hice algún gesto extraño, porque la tía Paquita me miró con los ojos muy abiertos, como si me estuviera preguntado «¿qué te pasa?, ¿estás bien?» Me limité a sonreír para tranquilizarla, pero es que lo que acababa de ver…, ¡era increíble! A pesar de que la imagen no estaba demasiado clara, ni yo tampoco, dicho sea de paso, parecía que el poso del café había dibujado un coche deportivo, o quizá era…, un todoterreno, y de mi marca preferida. ¿Casualidad? ¡Qué cosas! Es que veía la carrocería, las anchas ruedas, los dos tubos de escape, el logotipo de la marca. No podía creerlo. ¿Anuncio? ¿Premonición? ¿Era posible estar oyendo incluso el ronroneo del motor? ¡Qué delicia! Eso sí que era difícil, pero lo oía, estoy seguro. Bueno…, casi seguro.

   Pero lo mejor fue que, de repente, de uno de los lados de la taza surgió una figura femenina realmente monumental. Y se parecía a alguien, o me recordaba a alguien o a algo. La muchacha me mostraba una hermosa sonrisa y yo no sé qué cara compuse que me di cuenta de que la tía Paquita y mi madre no me quitaban ojo. Mi madre movía la cabeza con un signo de desaprobación. Seguro que estaba pensando…, «es que este hijo mío, si sabe que no le sienta bien y que siempre que bebe se pone tonto, no sé por qué no ha parado después de dos copitas».

   Si era así, a mi madre no le faltaba razón, aunque yo, de repente, me encontraba la mar de lúcido, como hacía tiempo que no estaba. Desde luego, me era imposible apartar la vista del fondo de la taza. El poso se movía al ritmo de los cadenciosos andares de la chica. ¿Quién era? Me quedé estupefacto al percatarme de que tenía algo de cada una de mis antiguas novias, quizá por eso me parecía tan maravillosa.

   De pronto, unas risotadas me devolvieron a la realidad. El tío Julián acababa de contar un chiste de los suyos o alguna anécdota de su agitada juventud. Yo alcé la vista y sonreí un poco estúpidamente, para no desentonar. Pero cuando de nuevo bajé los ojos a la taza para continuar mi contemplación, vi espantado un océano azabache. Mi madre me acababa de rellenar la taza de café hasta el borde mientras me miraba con un gesto admonitorio.

   Yo estaba espantado, todo había desaparecido. Recuerdo que comencé a hiperventilar mientras veía aquel líquido negro que daba vueltas y vueltas después de haber soterrado la maravillosa visión. Aguanté la sobremesa un rato más, hasta que decidí marcharme; deseaba que el aire fresco me diera en la cara y me despejara la cabeza.

   De esto hace cinco años. Debo decir que acabé comprándome el todoterreno de la marca que vi en los posos del café, también que he conocido a unas cuantas chicas más, pero a aquella…, a la muchacha que vi en el fondo de la taza…, aún la busco.




En el cementerio por Ana María Rivas-Ruiz

 

                                


Solo es un jueves de octubre, de una templada mañana y sigo el camino de hojas sobre el asfalto. Es un día corriente que llega en el calendario inclemente, cuyas páginas pasa la vida solo mirándote por encima. Una habitante más de esta ciudad que camina hacia el habitáculo de la muerte, con su carro lleno de arreglos en flor.

Apenas nadie circula por el cementerio, los operarios realizan sus labores con impecable y minuciosa atención. Las ruedas perturban el silencio con su traqueteo insolente cruzando la zona central, de uno de los pasillos, de panteones. Ángeles dolientes de piedra oscurecidos por un moho insolente que, al paso de los años, se cuela en las aristas dejando su sombra. Tumbas erigidas en la tierra que se desmoronan por la inclemencia, que quiebran las raíces de los monumentales eucaliptos, nichos que nadie protege, memoria que se desvanece en el implacable reloj de arena que se consume.

Voy leyendo los grandes nombres, los humildes e incluso imagino los que casi no están. Cruces y símbolos que oran por alcanzar la eternidad, marcas que cuentan de la fragilidad humana. Miles de retratos que tratan de recoger el recuerdo de quienes eran, detenidos en alguna edad, parece que te siguen con resignación o ansía porque tú aún sigues viva y ellos habitan en la sombra, en la tristeza, en la pérdida, en el olvido de otros.

Un enorme receptáculo de fechas, hechos, historias, misterios y suposiciones que permanecen dormidos, en ese sopor de ayer obsoleto, hasta que se acerca la festividad de Todos los Santos, día de difuntos, y por doquier se renuevan las flores marchitas y se limpian esos hogares del desconsuelo. Todavía siguen las señoras de antes, con sus delantales y su lista de pago, con quienes se han comprometido. Acercan la escalera a las hileras de nichos y van localizando los encargos. Parlotean de cuando eran muchas más, -ya echan de menos a las que faltan- y de cómo ha bajado el trabajo. Van y vienen de la fuente con sus botellas repletas de agua, con sus trapos y productos cuya eficacia conocen. Desmontan capillitas con pantalla de cristal, con mil cuidados, pues el deterioro campa, cada vez más, a sus anchas en el Camposanto. Limpian con esmero jarroncitos, figuritas, crucifijos, portarretratos y cualquier objeto que allí encuentran. Siguen llevando el cabello con permanente, de ese color entre pajizo y rubio impostado, resuellan y se acomodan las gafas que resbalan por el sudor del trabajo. Llevan el trajín con orgullo y van acordándose de los miembros, de las familias de antaño. Antes, estos barrios eran pueblos y las gentes tenían sus apodos, o eran hijos e hijas, sobrinos o sobrinas, nietos o nietas de… casi todos se conocían. Mientras pasa el sofoco, mueven la cabeza con pesar de cómo ha cambiado todo: el respeto a los finados, los arreglos de flores, las lápidas artísticas…ahora muchas familias escatiman el pago y se exhuma, se diseñan frentes para no poner flor, y allí quedan colocados, archivados, atrás.

En fin, tachan el que ya está hecho y recogen sus bártulos. Pasan mientras yo he limpiado y atuso mis flores y nos saludamos. Mantengo presente quiénes eran, tratando de hacerlos imperecederos, pero… ¿Quién velará mañana por nuestro recuerdo?

 

                                                                                       



Final para una novela por Andrés Amat

 

…il n’en reste pas moins au monde de la veille cette supériorité d’être, chaque matin, possible à continuer, et non chaque soir le rêve.


Marcel Proust. A la recherche du temps perdu, La prisonnière
 

«Segismundo, Segismundo… Guárdate de los sueños que no puedas recordar». Al salir por fin del laberinto de espejos, Segismundo rememoró con angustia las palabras del oráculo. Le había sido concedido el don (que ahora veía como una maldición) de soñar a voluntad, incluso el de interrumpir los sueños y proseguirlos más adelante desde el punto donde los había dejado, al igual que quien reanuda la lectura de un libro. Aunque como le ocurre al que escribe una novela, que al principio se cree amo y señor de su obra pero no tarda en descubrir que es la lógica de los acontecimientos y los personajes la que termina imponiendo su criterio, a Segismundo, del mismo modo que Edward Hyde a Henry Jekyll, los sueños habían terminado por sublevársele. También le había sido otorgada la facultad de hacer que se cumpliera lo que soñaba, pero como sucedía en la vieja historia de la pata de mono, no hay peor deseo que el que acaba cumpliéndose, pues siempre lo hace de la manera más inesperada y catastrófica. Y eso era lo que había ocurrido con la trama de sueños que día tras día había estado urdiendo durante tanto tiempo. «¿Día tras día?», se preguntó de pronto, al ver parpadear (LABYRHYTHM, LABYRHYTHM, LABYRHYTHM) el letrero luminoso del local de copas en el que había decidido emborracharse por primera vez en su vida, tomar unos tragos de alcohol —que jamás hasta entonces había probado— en celebración de su inminente divorcio. «¿Día tras día?», se repitió mientras le llegaba la voz arrastrada y cavernosa de Louis Armstrong («What a wonderful world…»), la misma que había oído al entrar en el local hacía ¿cuánto?: ¿horas?, ¿minutos?, ¿segundos? «¿Día tras día?». «¿Durante tanto tiempo?». No. En absoluto. Esos sueños que lo acosaban se regían por otro reloj, esos sueños que lo estaban persiguiendo habitaban en un tiempo propio. Para esos sueños habían transcurrido días y días, pero él estaba todavía en esa misma noche en la que había decidido celebrar su despedida de casado emborrachándose. Y sí, eso debía de ser. Estaba bajo los efectos del alcohol. No se trataba de otra cosa que de un delirio de borracho. O quizá se encontraba dentro de un sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño y así sucesivamente y etcétera, etcétera, etcétera. Quizá estuviera en el interior de ese sueño fatídico que nunca podría recordar. Como fuese, sólo se le ocurría una manera de escapar, de librarse de todo de una vez por todas, de olvidar del todo y para siempre: confiando en el don que le había sido concedido y en la facultad que le había sido otorgada, se tumbó en el suelo, se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos. La última noche de su vida, Segismundo Amis decidió soñar que estaba muerto.

                                                                   






La foto por Francisco Pascual

 



   Contemplo por enésima vez esa vieja foto en blanco y negro, casi sepia, que ha aparecido en el fondo de un cajón de la cómoda. Apenas me reconozco con esa cabellera abundante y alborotada. Me brilla la cara de sudor, el mismo que empapa aquella camiseta que no recuerdo. Debo tener doce o trece años, como mucho. La misma sonrisa, sincera, abierta, inocente, ajena a lo que el futuro que ahora mismo es pasado y presente me tenía preparado.

   Espigado, casi flaco, desde luego aún no entrado en carnes como tiempo después ocurriría, la rodilla vendada, las zapatillas sucias de barro, y esas gafas sesenteras que ahora me parecen tan horribles, pero que estaban tan de moda; bueno, eso decía mi madre, que siempre me acababa convenciendo de todo.

   Identifico el lugar, al menos tal y como aparece en la foto. Recuerdo ese algarrobo y los dos enormes pinos. ¿Aún estarán? Recuerdo a las personas, aunque a algunas vagamente, que solían estar allí; creo que ya no queda casi nadie con vida. Quizá aquello ya no sea campo abierto y lo haya invadido el asfalto en forma de polígono industrial; quizá ahora sea un parque público o un polideportivo, o quizá se haya convertido en un erial lleno de basura y desperdicios. Pero no pienso averiguarlo. Los recuerdos no envejecen si se quedan quietos; quisiera mantener intacta esa imagen, la de un chaval confiado frente a las trampas que la vida le va a poner por delante.

   Me acaricio la hirsuta barba blanca y el escaso pelo que me queda. ¡Este dolor!, la maldita espalda me está matando; se me hace un nudo en la garganta. No sé si cualquier tiempo pasado fue mejor, quizá en algunos casos sea posible, pero contemplarlo de esa forma resulta cruel. Sentir de manera tan descarnada el declive me llena de amargura.

   Maldita foto. Sin duda se escapó de la escabechina que hice tiempo atrás, cuando mi situación comenzó a hacerse irreversible y un mal día se me cruzaron los cables y arremetí contra todo y contra todos. ¿Por qué me ha tenido que saltar a la cara en estos momentos tan difíciles? Estoy a punto de romperla en mil pedazos, pero me retengo y poco a poco, como en cámara lenta, abro de nuevo ese cajón y la dejo en el oscuro fondo donde la encontré. No sé la razón por la que la he salvado del sacrificio, porque su contemplación me causa angustia. Quizá, en el fondo, es que no quiero dejar de recordar. ¿Quién sabe?

   El dolor de espalda va en aumento, se hace insoportable. Arrastro mis cansados huesos hasta el sillón, donde más que sentarme, me derrumbo. Creí haberme hecho a la idea de que no hay forma humana de volver atrás en el tiempo, que lo mucho que quedó por hacer sigue y seguirá pendiente en mi cabeza, que los errores del pasado casi nunca se pueden arreglar. Sin embargo, no puedo quejarme de la vida que he llevado, porque, como escribió el gran Neruda, «confieso que he vivido», pero no puedo evitar que una enorme angustia me oprima el pecho.

   La foto no tiene la culpa de nada, solo es un mudo testigo, un recuerdo más del inexorable paso del tiempo.

                                                                                 



Noche de abril por Ana María Rivas-Ruiz




De repente, un frente nebuloso gris cubrió el atardecer. Fue apoderándose del cielo, hasta donde alcanzaba la vista, con su tono ceniciento y melancólico. Ya no sobrevolaban las humildes palomas el tejado de la escuela, ni cruzaban las soberbias gaviotas planeando desde el cercano mar. Las sombras se fueron extendiendo, silenciando a todas las aves que habitan el parque central de la avenida. Se iluminaron, muy tenues, las farolas y se fueron encendiendo las luces de los pisos, en los edificios colindantes, acentuando la existencia real de quienes los habitan, como sombras de teatro chino.

En esta noche de abril, que parece haber llegado sin anunciarse, escondida entre los días de Semana Santa, los barrios marítimos reponen sus fuerzas para coronar, con sus timbales y trompetas, las últimas procesiones. Saldrán, de nuevo, las cofradías con sus engalanados tronos, sus Cristos y Dolorosas en procesión de penitentes encapuchados. Conmemorarán la Pasión y Muerte de Jesucristo, en sentidos actos. Llevarán estos Cristos, a la orilla del mar, para ofrecer oración por los marineros que en él perecieron, depositarán sobre sus olas, con la representación de la Madre Dolorosa, una ofrenda de flores en su memoria.

El dolor y la tristeza pasarán al alba del tercer día, cuando la Resurrección resuene con alegría por sus calles, iluminen la noche los fuegos artificiales y de los balcones se arroje el agua y la loza, en un ritual que trasmuta el mal por el bien y donde es vencida la oscuridad por la luz.

En esta noche de abril, una promesa parece renovarse y, sin embargo, todo parece seguir igual, toda la avenida de edificios muestra los cuadraditos iluminados donde habitamos como palpitantes llamitas de velas. Empequeñecidos y contenidos, en nuestras cajitas de cartón, engañados por su sensación de seguridad. Donde cada cual planifica y sueña su vida, imaginando su exitosa consecución, no sospechando lo frágil y voluble que puede tornarse.

Noche donde, sabiendo nuestra pequeñez, podamos tender una fe hacia el infinito y hacia el interior de nosotros mismos. Alimentar una ilusionante esperanza que nos cobije de lo incierto y del temor, que diluya el dolor hasta su inexistencia y sea consuelo inagotable.

En esta noche de abril, donde la lucidez me muestra la enormidad de lo que no sé, sólo soy un alma de mujer, entre miles más, que siente el vértigo de lo inabarcable, que sigue en el curso del cielo como, de repente, ha anochecido.



Poema Absurda filosofía por José Andrés Reátegui Pinedo


          

Un grito

Un horrible sonido

Hecho por amor

Una lágrima

Un miedo inducido por nosotros

Sueños

Mundos hechos desde el más allá

Querida:

¿Realmente gastamos todo el amor en el pasado?

 

En aquel entonces

tu cara estaba partida por todo este lugar

No puedo recordar todas las cosas tan bien

Pero tu voz

aún  es un clavo atascado en mi cabeza

 

Es injusto

solo el creer

que el amor

puede cambiarlo todo

Es una mentira

Es un sueño

Una pesadilla que tú creaste contra nosotros

 

¿Fue la esperanza de un mejor futuro algo para olvidar?

Las palabras fueron la pesadilla

¿Las que se debieron de decir?

¿Fue el momento de decir adiós una vez más?

 

Un grito

Un horrible sonido

Hecho por mi amor

Una lágrima

Un miedo inducido por nosotros

Sueños

Mundos hechos desde el más allá

 Querida:

¿Realmente utilizamos todo el amor, entonces?

 

¿Fue tu sonrisa?

¿Fue el tiempo que pasamos juntos algo para olvidar?

¿Fue un sueño que amaría volver a tener?

No sé, pero te quiero

¿Más que antes, quizá?

Pero, dime:

¿Aprendí algo de todo esto?

Yo crecí, pero, tal vez  no para ti...

 

Querida:

La oportunidad de amar fue un sueño en sí mismo

 rompiste mi corazón pedazo a pedazo

Un grito desesperado escapó de mí en ese instante

 

Una canción hecha con el dolor de nuestro amor

Las lágrimas esparcidas  en mi habitación

El corazón está hecho de piezas tanto  tuyas como mías