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Noche de abril por Ana María Rivas-Ruiz




De repente, un frente nebuloso gris cubrió el atardecer. Fue apoderándose del cielo, hasta donde alcanzaba la vista, con su tono ceniciento y melancólico. Ya no sobrevolaban las humildes palomas el tejado de la escuela, ni cruzaban las soberbias gaviotas planeando desde el cercano mar. Las sombras se fueron extendiendo, silenciando a todas las aves que habitan el parque central de la avenida. Se iluminaron, muy tenues, las farolas y se fueron encendiendo las luces de los pisos, en los edificios colindantes, acentuando la existencia real de quienes los habitan, como sombras de teatro chino.

En esta noche de abril, que parece haber llegado sin anunciarse, escondida entre los días de Semana Santa, los barrios marítimos reponen sus fuerzas para coronar, con sus timbales y trompetas, las últimas procesiones. Saldrán, de nuevo, las cofradías con sus engalanados tronos, sus Cristos y Dolorosas en procesión de penitentes encapuchados. Conmemorarán la Pasión y Muerte de Jesucristo, en sentidos actos. Llevarán estos Cristos, a la orilla del mar, para ofrecer oración por los marineros que en él perecieron, depositarán sobre sus olas, con la representación de la Madre Dolorosa, una ofrenda de flores en su memoria.

El dolor y la tristeza pasarán al alba del tercer día, cuando la Resurrección resuene con alegría por sus calles, iluminen la noche los fuegos artificiales y de los balcones se arroje el agua y la loza, en un ritual que trasmuta el mal por el bien y donde es vencida la oscuridad por la luz.

En esta noche de abril, una promesa parece renovarse y, sin embargo, todo parece seguir igual, toda la avenida de edificios muestra los cuadraditos iluminados donde habitamos como palpitantes llamitas de velas. Empequeñecidos y contenidos, en nuestras cajitas de cartón, engañados por su sensación de seguridad. Donde cada cual planifica y sueña su vida, imaginando su exitosa consecución, no sospechando lo frágil y voluble que puede tornarse.

Noche donde, sabiendo nuestra pequeñez, podamos tender una fe hacia el infinito y hacia el interior de nosotros mismos. Alimentar una ilusionante esperanza que nos cobije de lo incierto y del temor, que diluya el dolor hasta su inexistencia y sea consuelo inagotable.

En esta noche de abril, donde la lucidez me muestra la enormidad de lo que no sé, sólo soy un alma de mujer, entre miles más, que siente el vértigo de lo inabarcable, que sigue en el curso del cielo como, de repente, ha anochecido.



Poema Absurda filosofía por José Andrés Reátegui Pinedo


          

Un grito

Un horrible sonido

Hecho por amor

Una lágrima

Un miedo inducido por nosotros

Sueños

Mundos hechos desde el más allá

Querida:

¿Realmente gastamos todo el amor en el pasado?

 

En aquel entonces

tu cara estaba partida por todo este lugar

No puedo recordar todas las cosas tan bien

Pero tu voz

aún  es un clavo atascado en mi cabeza

 

Es injusto

solo el creer

que el amor

puede cambiarlo todo

Es una mentira

Es un sueño

Una pesadilla que tú creaste contra nosotros

 

¿Fue la esperanza de un mejor futuro algo para olvidar?

Las palabras fueron la pesadilla

¿Las que se debieron de decir?

¿Fue el momento de decir adiós una vez más?

 

Un grito

Un horrible sonido

Hecho por mi amor

Una lágrima

Un miedo inducido por nosotros

Sueños

Mundos hechos desde el más allá

 Querida:

¿Realmente utilizamos todo el amor, entonces?

 

¿Fue tu sonrisa?

¿Fue el tiempo que pasamos juntos algo para olvidar?

¿Fue un sueño que amaría volver a tener?

No sé, pero te quiero

¿Más que antes, quizá?

Pero, dime:

¿Aprendí algo de todo esto?

Yo crecí, pero, tal vez  no para ti...

 

Querida:

La oportunidad de amar fue un sueño en sí mismo

 rompiste mi corazón pedazo a pedazo

Un grito desesperado escapó de mí en ese instante

 

Una canción hecha con el dolor de nuestro amor

Las lágrimas esparcidas  en mi habitación

El corazón está hecho de piezas tanto  tuyas como mías


 


Ser rico por Francisco Pascual

 



   El coche de caballos se detuvo frente al teatro de la Ópera. Un lacayo les abrió la puerta y descendieron entre murmullos de admiración de los que allí se encontraban, todos ellos miembros de la nobleza y la aristocracia. Más allá, tras un cordón de soldados armados hasta los dientes, el populacho, expectante, contemplaba la escena. En los rostros y actitudes de las gentes se podían observar sentimientos tan dispares y entremezclados como la fascinación, la envidia y el odio.

   Eran la pareja de moda, la que daba elegancia y prestigio a cualquier acontecimiento de la alta sociedad en el que estuvieran presentes. Ella, la más hermosa y elegante; él, el más rico y apuesto. No obstante, eran conocedores de que habían despertado demasiados recelos. Quizá ella debería de comportarse de forma más recatada, ya que no dudaba en mostrar ostentosamente sus joyas, como el collar de esmeraldas que lucía esa noche, cuando una profunda crisis económica provocada por pertinaces sequías y plagas que agostaban las cosechas, azotaba con crueldad al pueblo llano.

   Sobre él se rumoreaba en los mentideros de la capital que el origen de su fortuna era tan oscuro como su pasado, del que prácticamente nada se sabía, ya que llevaba sus asuntos financieros con tal habilidad que nada se le había podido probar hasta el momento.

   Desde hacía unas semanas, se estaban produciendo algunos disturbios y algaradas por parte de la plebe hambrienta, que conforme pasaban los días aumentaban en intensidad y, en ocasiones, degeneraban en violencia fuertemente reprimida por el ejército, el cual era utilizado con excesiva frecuencia para estos menesteres policiales por el gobierno militar surgido del último cuartelazo. Los hombres cobraban sueldos de miseria con los que sus familias ni siquiera podían malcomer, y eso, quien tuviera un trabajo. Una feroz hambruna planeaba sobre los barrios más pobres, mientras que en los más ricos sus habitantes no dudaban en mostrar su opulencia. Él, en el fondo, comprendía la actitud de esas gentes, quizá porque antes perteneció a esa clase social y se vio obligado a pasar las mismas penurias y estrecheces, aunque tuvo la suficiente destreza y falta de escrúpulos como para poder sacar la cabeza del lodo.

   Cuando descendieron del carruaje, y después de los primeros cuchicheos de admiración, un murmullo de censura comenzó a elevarse de tono, lo que provocó que él se pusiera en alerta. De pronto, la tropa que vigilaba para que no se produjeran disturbios se veía desbordada y apenas podían contener a la muchedumbre. Sonó un disparo al aire seguido de gritos, carreras y pánico colectivo. Más disparos. Se había desatado el caos. Cuando estaba a punto de gritarle a su esposa que subieran de nuevo al carruaje para salir de allí lo antes posible, algo le golpeó la espalda y lo hizo caer de bruces. Mientras intentaba levantarse vio como un mozalbete harapiento arrancaba del cuello de su esposa el collar de esmeraldas. Ella, presa del pánico, gritaba como si la estuviesen sometiendo a tortura.

   A duras penas se levantó del suelo y echó a correr detrás del ladrón, pero volvió a tropezar y a caer. Una lluvia de golpes se le precipitó encima y sintió dolorosas punzadas en el pecho y la espalda. No podía respirar, la sangre manaba a borbotones de sus heridas, supo que iba a morir. De pronto, toda su azarosa vida pasó por delante de sus ojos, después la vista se le comenzó a nublar y contempló con terror cómo se definía delante de él la siniestra faz de la parca.

   En ese momento, nota que alguien le toca el hombro y lo zarandea. Abre los ojos y ve a un policía local con cara de malas pulgas que le ordena que se levante mientras le insiste en que tiene que buscarse otro sitio para dormir y no ese cajero automático, que hay albergues, aunque no le gusten. Lo apura, le da prisa, son las ocho menos cuarto y en poco rato el banco tiene que abrir sus puertas.

   El indigente se levanta raudo, no como otras veces, que se hacía el remolón; hasta se muestra alegre. Le dice al policía:

   —¡Ufff! Menos mal que me ha despertado usted. Lo estaba pasando fatal. ¡Qué pesadilla más terrible estaba teniendo! ¿Sabe?, creo que ser rico no debe de ser tan bueno como dicen…



                                               

 


Principio para una novela por Andrés Amat

 


Porque a muchos engañaron los sueños,

por confiar en ellos fracasaron.

Eclo 34,7

 

La última noche de su vida, Segismundo Amis decidió celebrar su despedida de casado emborrachándose. Estaba pasando un mal día —a la mañana siguiente se consumaría su divorcio— y hacia el principio de la tarde, durante una siesta turbulenta, le había parecido soñar que un retumbo de tambores y un estruendo de trompetas anunciaban el fin del mundo. «¡Ya están aquí!», exclamó en el sueño. «Ahora me llamarán por los altavoces». Imaginó que acabaría cargado de cadenas, arrastrado hacia la perdición eterna por un largo túnel entre dos diablos con porras eléctricas, cascos con antena y perros de presa; y ya se disponía a confesar una por una sus incontables faltas, y a reconocer todos y cada uno de sus múltiples errores, cuando un heraldo montado en vespa entró por la ventana y le acercó un teléfono a la oreja. «Sólo estás soñando», oyó. Desconcertado por la revelación de que soñaba al cuadrado, buscó el regreso a la vigilia con un repeluzno de vértigo, y aunque por un instante fugaz creyó encontrarse a flote, pronto comprendió que el horror a la tarde de domingo lo sumiría en la más profunda miseria (o, lo que peor sería, en la nada). «Prefiero soñar al cubo», admitió con un aire de derrota. «O a la enésima potencia de pi», añadió, zambulléndose en el sillón. Y de inmediato, como si el sueño cumpliera una orden, apareció en la pantalla de un cine una bandada de palomas mensajeras que transportaba la Biblia página por página hacia el país de los antípodas, y apareció después una crisálida transformándose en mariposa, y más tarde una boca que escupió un huevo alado. «Tengo que sacar entradas», pensó. Pero cuando se aprestaba a pasar por taquilla, se encontró extraviado en un laberinto de espejos. Una sombra —con antifaz, capa y sombrero— se bifurcaba multiplicándose hasta el infinito. Mientras Segismundo, espantado, deletreaba hacia atrás el enigma de Edipo, la sombra, multiplicada (un millón de dedos índice en alto en ademán profético), le dijo: «Segismundo, Segismundo… Nunca serás nadie». «Segismundo, Segismundo… Nunca harás nada».



La redada por Francisco Pascual

 


   Yo tendría once o doce años y recuerdo que ya fumaba. Fui bastante precoz en algunas cosas, como esta, y ojalá lo hubiera sido también en otras, porque otro gallo me habría cantado, aunque viéndolo con la perspectiva que otorga el tiempo, tampoco me puedo quejar.

   Entonces yo estudiaba (bueno, lo de estudiar es más retórico que otra cosa) en un colegio religioso, donde, curiosamente, uno de los castigos que solían imponer por mal comportamiento consistía en asistir a misa en el mismo colegio todos los sábados y domingos durante el tiempo que se estableciera. En aquellos momentos yo, dentro de mi relativa candidez, me preguntaba si no era un contrasentido que en un colegio religioso consideraran ir a misa como una penitencia, pero, no obstante, nunca se me ocurrió preguntarlo, por si acaso.

   En el colegio, aparte de cuidar de nuestra educación académica, también tenían la tarea de velar por nuestras almas pecadoras, procurando que los buenos hábitos estuvieran siempre presentes en nuestras vidas. Las malas costumbres había que erradicarlas, condenarlas, porque si moríamos en pecado mortal solo nos esperaba el fuego eterno, y en vida, como poco, una terrible ceguera si insistíamos en ciertas actividades nocturnas…

   Todo esto viene a colación por cierto incidente del que fui uno de los protagonistas. Los de mi clase (creo recordar que estábamos en segundo del bachiller anterior a la Educación General Básica) teníamos una constante rivalidad con los de la clase vecina, el otro grupo de segundo. Nos retábamos en los recreos y más de una vez salí escaldado de aquellas disputas. Un buen día, no sé quién decidió que para solventar las diferencias de una vez por todas y sin lastimarnos, lo dirimiéramos en una partida de futbolín, actividad en la que todos éramos alumnos aventajados, casi de matrícula de honor.

   El escenario del desafío estaba claro: unos recreativos cercanos al colegio. Un lugar réprobo y condenado por los frailes, un antro de perversión donde fumábamos a escondidas Celtas Cortos (tres por una peseta) y algún que otro Ducados (a peseta cada uno), donde se jugaba al billar, al ping-pong y al futbolín, y todo al ritmo de las pecaminosas canciones de la época que se podían seleccionar en la máquina de discos.

   Así quedamos emplazados con nuestros adversarios. Cada clase elegía a dos jugadores, yo fui uno de los seleccionados. Se estableció el día y la hora, como si de un duelo a pistola o florete se hubiese tratado. Se exigió también máxima discreción para que la cosa no se fuera a hacer puñetas después de tanto preparativo.

   Y llegó el gran día: era un viernes por la tarde, antes de la primera clase. Todo estaba dispuesto, los nervios a flor de piel. Nos jugábamos nada menos que la honrilla, el inmenso placer de poder mirar a los otros por encima del hombro y sin dejarlos rechistar.

   Nunca supimos si hubo un delator o si fue la Gestapo particular de los curas quien averiguó dónde y cuándo se iba a celebrar ese duelo en la cumbre. El caso es que en el momento que iba a comenzar la partida, dos frailes de cuyo nombre no quiero acordarme se presentaron en los recreativos arrasando como Atilas con sotana; jugadores y espectadores salimos de allí a pescozones. Fue una auténtica redada.

   A partir de ahí, llamadas a capítulo a los padres, castigos en casa sin oír la radio, ver la tele, quien la tenía, o comprar tebeos, y además, los tres meses que quedaban de curso, castigados todos los sábados y domingos a oír misa en el colegio. Pero no escarmentamos, faltaría más.

   No obstante, lo peor de todo es que nunca supimos quienes hubieran sido los ganadores de la partida, ya que, al curso siguiente la cohesión que había en los grupos se deshizo por diversas causas. La mía fue que mi padre me sacó del colegio en mitad del curso, justo antes de que me expulsaran. Esta circunstancia fue una bendición y un acierto, pero eso ya es otra historia…




Entrevista a Fernando García Maroto

Comparto la entrevista que me concedió el escritor madrileño Fernando García Maroto, autor de la novela Retrato robot (Vencejo ediciones). Una novela sobre la identidad y el deseo de conocer la verdad, como nos cuenta a lo largo de esta entrevista. 


P.: Empecemos por el título de su novela. Además de figurar en el interior, como título de una actividad ideada por el protagonista, intuyo que encierra más de lo que aparenta. ¿Es así?

R.: Uno de los temas de esta novela, entre otros, acaso el más importante o esa era mi intención en un principio, es la identidad: me interesa mucho el modo en que nosotros mismos nos construimos y nos percibimos, el modo en que los demás nos ven y nos valoran, y la posible adecuación o resistencia a esa imagen personal que se va formando poco a poco a partir de versiones múltiples, a veces incluso contradictorias; una imagen que no siempre es completamente real, aunque tampoco del todo falsa.

P.: El arrepentimiento, transformado en la necesidad de hallar la verdad, el nexo entre las sospechas y lo real, lo tangible se me antoja que es uno de los hilos argumentales de esta novela. ¿Nos lo comenta?

R.: Intento ―con mayor o menor fortuna según los casos, eso sí― introducir en cada una de mis historias anécdotas o referencias o temas que todos podamos identificar de manera sencilla, casi automática, y no creo que haya nada más universal que el afán por saber (como si fuera el pecado original de lo que estamos hablando; de ahí, tal vez, el sentido del arrepentimiento del que usted tan acertadamente habla), la necesidad de conocer la verdad, que en ocasiones está oculta, aunque no lo parezca o no lo creamos: por eso hay que sospechar, indagar, plantear preguntas, porque la realidad no es lo que parece, ni tampoco lo que aparece sin más en un primer momento.

P.: Tres personajes de Retrato robot tienen como apelativos el Mafioso, el Músico y el Mecánico. Que los tres tengan en común la letra eme, no creo que sea casual; acaso tampoco que la mujer del protagonista se llame Miriam, también con eme.

R.: Por supuesto que no es casual: las casualidades no existen, y menos en los libros, o no en los míos. Elegí esa letra, la M, por mi segundo apellido, y procuré que los apelativos de estos tres personajes tan importantes en la novela se adecuaran a ella. Y fíjese también que la otra mujer protagonista responde al nombre de Mónica; de este modo, tenemos la letra M y las cinco vocales. Como he dicho antes, no debemos olvidar que la literatura es además juego. Un juego que concierne sobre todo al escritor, pero al que se invita a participar, siempre, al lector.

P.: Creo que las pérdidas, ya visibles ya invisibles, no solo son uno de las motivaciones del protagonista. También en la vida real nos empujan a hacer, a salir de nuestra zona de confort. No sé si está de acuerdo con esa cita de que el ser humano llega más lejos para evitar lo que teme que para conseguir lo que quiere.

R.: Yo diría que a medias: en ocasiones, la ambición sí supera con creces a la prevención; el deseo por conseguir puede ser más fuerte que el temor a perder. Aunque supongo que esta decisión depende mucho del carácter de cada persona. En cuanto a los personajes de la novela, sí es cierto que sus fracasos y sus pérdidas condicionan su actitud, les obligan a comportarse de una forma determinada, que siempre los arrastra fatalmente a otros fracasos y más pérdidas; una cadena infinita.

P.: Rescato un pasaje de su novela porque me parece muy significativo. “Los relatos no cuentan todo, solo insinúan la verdadera historia, que es subterránea. Las novelas camuflan y mienten, lo hacen siempre, capítulo a capítulo.” ¿Ocurre también así en Retrato robot?

R.: Especialmente en Retrato robot. Hay en esta novela mucho que ocultar, mucha historia subterránea que desenterrar, capítulo a capítulo, párrafo a párrafo, hasta llegar al desenlace final. Pero no quiero anticipar acontecimientos ni tampoco que se me malinterprete: no es mi intención en absoluto engañar deliberadamente al lector, sino hacerlo partícipe del misterio, crear un estrecho vínculo literario entre nosotros.


Fernando García Maroto es Licenciado en Ciencias Matemáticas por la Universidad Complutense de Madrid García Maroto ha publicado anteriormente las novelas: La geografía de los días (2010), La distancia entre dos puntos (2011; reedición por LcLibros, 2014), Los apartados (Editorial Eutelequia, 2012), esta última galardonada con el Premio Eutelequia de Novela, en 2011, Que se enteren las raíces (Triskel Ediciones, 2015) y La carga (Malbec Ediciones, 2019). También ha publicado cuatro libros de cuentos: La vida calcada (Editorial Paroxismo, 2013), Arquitectura del miedo (UnoYCero Ediciones, 2016; reedición LcLibros, 2020), La persistencia del frío (Maclein y Parker, 2017) y Aceleración de la realidad (Maclein y Parker, 2021). Ha colaborado con sus artículos para la revista cinematográfica digital Miradas de Cine. Asimismo, forma parte de la plataforma literaria digital Escritores Complutenses 2.0. Actualmente compagina la escritura con su trabajo como profesor de enseñanza secundaria.

Daños colaterales por Andrés Amat

 


           Voluntad ello fue de los dioses que urdieron a tantos la ruina por dar que cantar a los hombres futuros.

Homero. Odisea, VIII, 579-580 (Traducción de José Manuel Pabón)

El aleteo a destiempo de una sola mariposa puede provocar una alteración irreversible en el orden del cosmos, del mismo modo que un ligero estornudo en Wall Street puede ir amplificándose a medida que recorre los husos horarios hasta convertirse en catastrófica epidemia de gripe bursátil, o que la simple caída de un clavo de herradura puede llegar a traducirse en la irreparable pérdida de un reino. Ese joven de mirada lánguida que toca la flauta travesera (de manera sublime, por cierto) en los pasillos del metro no sabía nada hasta hace poco de clavos ni de estornudos ni de mariposas. Estaba a punto de obtener una beca de una fundación privada, que le permitiría iniciar estudios de virtuosismo en uno de los más prestigiosos conservatorios de Alemania, cuando desde un despacho de Washington se dio luz verde para que los primeros misiles inteligentes empezaran a caer sobre el desierto afgano. Había superado más que sobradamente varias pruebas eliminatorias, y un día después de los primeros bombardeos tenía que pasar el último examen. La noche anterior a ese examen, mientras el telediario ofrecía las imágenes del ataque, se comunicó por Internet con su novia, una incipiente corresponsal de guerra que estaba en Islamabad buscando la gloria periodística. La había tenido al corriente del éxito en las eliminatorias, y le dijo entonces lo esperanzado que estaba de cara a la última prueba. Ella le deseó toda la suerte del mundo, y le advirtió de que no se alarmara si estaban algunos días sin poder comunicarse. Al día siguiente, interpretando de manera sublime una música que con la cabeza y el corazón dedicaba a su amada, hizo un examen de esos que no necesitan que se espere a saber el resultado; estaba indubitablemente seguro de que la beca era suya. Pocos días después, encontró en el buzón un sobre con el membrete de la fundación. No lo abrió de inmediato. Prefirió —quizá porque sabía a ciencia cierta que no la había— prolongar un poco la incertidumbre. Ya en casa, advirtió que tenía un mensaje de su novia en el correo electrónico; y la alegría de ver recuperada la comunicación con su amada le hizo demorar un poco más la apertura del sobre. El mundo se le vino encima con el peso imposible de un alud cuando leyó —el mensaje, aunque desde la dirección


de correo de ella, lo enviaba un compañero de su novia— que la imprudente (quizá por incipiente) corresponsal había cometido la locura de entrar en Afganistán justo en el apogeo de los bombardeos, y que el fuego amigo de un misil inteligente (aunque quizá un tanto lerdo), etcétera, etcétera, etcétera.

Ahora, ese joven de lánguida mirada que toca la flauta travesera en los pasillos del metro, además de regalar una música sublime a quien se tome la molestia de detenerse un momento a oírla, cuenta a quien quiera escucharle una historia que habla de clavos y de estornudos y de mariposas. Y cualquier mirada mínimamente atenta podrá descubrir que de un bolsillo de su chaqueta sobresale el extremo de un sobre que sigue sin ser abierto.